Escribí mi primer libro de poemas con trece años. Fue un proyecto obligado de fin de curso: escribir un libro, tema libre. Fue idea de la misma profesora de Lengua, tutora nuestra, que cerró aquel octavo de EGB que nos daba la patada hacia el instituto instando emocionada a las chicas de la clase a que conservaran la virginidad hasta el matrimonio porque era “el mejor regalo” que le podían hacer a sus futuros maridos. Por suerte para todos, y principalmente para ellas, sospecho que no se le hizo puto caso. Lo del libro fue una buena idea, sin embargo. De donde salió mi poesía, de repente, lo ignoro, pero allí estaba. Mala, claro, si se la juzga ahora sin tener en cuenta la situación y el tiempo. Aceptable, probablemente, para el pipiolo asustado que era entonces, carne de lo que ahora llaman “bullying”, ni siquiera empezado a salir del cascarón.
Mis padres recogieron el libro mientras yo estaba fuera y, por supuesto, lo leyeron. Los padres están por encima de la intimidad, o al menos eso piensan; una idea que a la larga ha de traerles pesares incontables y luchas que no esperan. Han pasado de aquello 25 años y cada vez que alguien me pregunta cuánto tardo en escribir mis poemas –no es que la pregunta se me haga a menudo- siempre respondo lo mismo: “Cinco minutos y los veinticinco años que llevo escribiendo”. Y así creo que es. Quizá no todo el mundo sepa que el escritor vive, no trabaja; o que su trabajo consiste en la vida misma, y que esas pequeñas cosas de cuatro o cinco líneas no provienen de un tiempo pautado y parcial, aunque entregado a la causa, sino de todo el tiempo vivido; y que la obra y la vida empiezan en un punto a confundirse, gloriosamente, quizá, hasta crear una pulpa líquida que ya lo es todo. No sé si es suerte o desgracia. Me da igual, porque es, y a ella hay que atenerse.
Caso especialmente llamativo, claro, comparado con los largos partos de una novela u otro libro extenso, es este de la poesía, que sí puede surgir en un fogonazo de segundos, y que también puede marcharse después como había venido, dejándolo a uno a mitad de estrofa para que la termine como pueda, con maña, con oficio quizá, pero sin la gracia tan brevemente concedida. Los veinticinco años sirven, pues, para que ese pez no escape, para poder cerrar el círculo en apenas un guiño, para que la visión coagule y no se alargue hasta perder el pulso. Para que la mente atrofiada de sociedad, en fin, no tenga un gran papel en el hecho, que a veces más que escritura parece transcripción.
No creo que los poemas vengan de otra parte, de un cielo de los poemas donde flotan tranquilos hasta que se los invoca, ni cosas así. Creo que vienen de uno. Pero creo también que uno es una sima profunda, genética, común, en cierto modo. De lo contrario, yo, tan poco empático como soy, difícilmente podría haberme visto empujado al borde de mí mismo, como me he visto, por poemas de otros. Poemas que de pronto ya no eran de otros, sino yo. Y no digo “míos”, digo “yo”.
Dicho esto, leo poca poesía y no veo la necesidad de leer mucha. Quizá porque o siento ese calambre o, aun apreciando la calidad, no siento nada. Y para sentir algo, supongo, escriben algunos, yo entre ellos.
No sé qué habrá sido de aquella profesora. Sé que el libro está entre mis papeles en alguna parte, sepultado. Hay sólo un ejemplar.
Irónicamente, no he vuelto a publicar más.
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