VUELVA USTED MAÑANA

VUELVA USTED MAÑANA
Luis Boullosa (Madrid, 1975) es escritor, periodista y músico. Ha colaborado con medios diversos como Ruta 66, El Confidencial, eldiario.es o Fiat Lux, y dirige la revista musical Karate Press. Es autor de los ensayos culturales "El puño y la letra" (2013) y "Santos y francotiradores" (2016), ambos publicados por 66RPM Edicions, en los que analiza la relación entre literatura y música en el mundo anglosajón y español. Contacto: luisboullosam@gmail.com. Twitter: @LuisBoullosa Foto: Alberto R. Roldán.

martes, 5 de agosto de 2014

Ortega y el sastre de La Habana




(Intentaré escribir un artículillo al día durante los próximos meses. Es trabajo preparatorio para mi próximo libro y no tiene otra intención que servir de plataforma de ensayo para un trabajo más cuajado, lo cual no es poco. Quien quiera, puede observar aquí la evolución de apuntes e ideas. Gracias)


Tengo un amigo que piensa que estoy obsesionado con la muerte de mi padre porque lo he citado en un par de artículos. Él cita constantemente a su padre, que aún vive, y no por eso se me ocurre pensar que algo terrible lo angustie. Sea como sea, ventaja para mí. Primero, si fuera el caso, porque las heridas abiertas son abono perfecto para la creación. Segundo, porque en lugar de ir por ahí fatigando al personal con frases y hechos cotidianos de un viejo, yo puedo usar el símbolo en lugar del hombre de hueso y carne. Hablo de mi padre, sí, de cuando en cuando, normalmente como ejemplo de una época que me importa y le importa a toda una generación porque en ella fueron educados, bajo sus aciertos y sus desastres, y a menudo a sangre y silencioso fuego. A veces lo pongo como ejemplo de lo mejor de su época. Bastantes, de lo dudoso. Algunas, pocas, de lo peor.

Hoy, con un té en la mano, viendo desde mi nueva terraza un valle portugués, ojeo “La deshumanización del arte”, de Ortega, y no puedo evitar pensar en él otra vez. Digo Ortega, así, como él lo decía y siempre lo escuché entonces, con esa familiaridad algo distanciada que uno observaría para con un colega de tertulia que fuese, por ejemplo, cirujano, y pudiese arrojar luz sobre problemas que a uno le son tan atractivos como lejanos. Pero ya no hay tertulias, creo.

Mi padre y gran parte de su generación, o el bloque de su generación al que él pertenecía (burguesía y alta burguesía ilustrada, una casta ya casi inexistente), era muy de Ortega. No sé si en lo bueno, pero desde luego en lo dudoso, en esa tendencia a lo “supremo” y a lo “grande” tirando a manierista y que rara vez se traducía en nada tangible cuando tocaba lidiar con la jodienda de lo real y lo cierto, para la cual eran -brillantemente a veces- pragmáticos y conservadores.

Ortega, a quien nunca he frecuentado mucho, quizá mal predispuesto por esa educación y sus desengaños, sigue valiendo, en gran medida. Al menos me valen, hoy que me enfrasco en recopilar ideas para mi nuevo libro, sus reflexiones sobre el arte viejo, el nuevo y el descontento general que nos guía. Quizá es porque coinciden parcialmente con las mías, o, al menos, con los temas que me ocupan.

“Y el caso es que no puede entenderse la trayectoria del arte, desde el romanticismo hasta el día”, dice, “si no se toma en cuenta como factor de placer estético ese temple negativo, esa agresividad y burla del arte antiguo (…) hoy casi está hecho el perfil del arte nuevo con puras negaciones del arte viejo”. Y afirma luego que la nueva sensibilidad finge “sospechosa simpatía hacia el arte más lejano en el tiempo y el espacio, lo prehistórico y el exotismo salvaje”.

Ambas afirmaciones, hechas a más de cincuenta años del punk, que musicalmente es el movimiento que exacerba hasta el paroxismo ese “temple negativo”, son perfectamente aplicables al devenir de todo el arte del siglo XX, probablemente, pero en lo que respecta a la música, casi exactas. La oposición (la “contestación”, que dirían mi padre y sus colegas) se da por descontada si hablamos de Rock&Roll. La burla hay que buscarla un poco más adentro, pero se encuentra. Estaba, muy marcadamente en la ola del 76-77, en los sex Pistols y en Ian Dury, por ejemplo. Y permanece. Por citar un caso paradigmático y cercano, hasta mi amigo el enorme letrista Rafa Berrio -que ha terminado encallando en un clasicismo existencialista de resonancia profunda, chanson y vacío interior- reconoce que su acercamiento solemne a la canción, al arte, a la idea, tiene un trasfondo de opera bufa.

 En cuanto a la visión que reivindica tiempos pasados más ingénuos y puros, es casi un signo de los tiempos en el underground, mientras en la superficie se sigue funcionando con las máscaras de siempre, cada vez más deslavadas. En mi libro del año pasado, “El puño y la letra” (66 RPM edicions) hablaba yo de Julian Cope, y no pocas veces he citado en artículos míos a Varg Vikernes (Burzum). Ambos son -por mucho que el uno sea un librepensador anticapitalista de izquierdas y el segundo un antisionista supremacista blanco- ejemplos palmarios de esa tendencia neoarcaica y esa simpatía hacia “lo prehistórico y el exotismo salvaje” que, vestida en los últimos tiempos de paganismo ritual ha permeado a gran parte de la vanguardia rock, desde Earth y Sunn O)) a los Swans pasando por una constelación de jevis tan impresionables como infumables y por unos cuantos indies inteligentes que juegan al hippismo maldito y al drone tecnológico.

Odiamos lo cercano, queremos lo lejano. Y siempre hacia atrás. Nuestra forma de progresar espiritualmente es circular como la de una roca que rueda pendiente abajo. No sé si eso es bueno o malo. Pensamos que lo arcaico era mejor que la mierda que llevamos aún a la espalda, y con ello caemos quizá en el mito del paraíso perdido, que todos los próceres a los que rechazamos suscribieron una y otra vez. Engaños. Trampas. Contradicciones.

Mi padre tenía un sastre, pongamos que a finales de los cincuenta, en Madrid al que encargaba todos sus estrafalarios proyectos de chaquetas, cuellos, mangas y puños. Mi padre era un dandi. Contaba que en una de esas, tras presentarle la idea, el sastre le contestó, no se si amigable o circunspecto: “No se preocupe, eso ya lo hacía yo en Cuba en los años 20”. Quizá, aunque quien la ejercita no se dé cuenta, la originalidad siempre mira atrás. Y la originalidad, el dandismo, es, junto al arte, la única forma de rebeldía intrasocial.

En todo caso, lo históricamente cercano para mí -aquello que según la norma debería odiar- es ese Ortega transmitido por mi padre, y si lo miro de cerca, una vez ahíto de rebeliones, expurgando las vaguedades, no carece de interés. Más adelante, en el libro citado, hay un ensayo delicioso -escrito en el 1911 y publicado por el diario argentino La Prensa- en el que el autor habla de Leonardo y se pregunta por el sentido de la Gioconda, amparándose en el rocambolesco robo del cuadro, acaecido aquel mismo año en una peripecia que necesitaría un Cendrars que la contase. Allí reflexiona Ortega sobre la creación con un párrafo que hoy, probablemente, levantaría ampollas: “La musa es uno de los cien mitos en que la mujer ha colaborado para hacerse necesaria al hombre. Y como en nuestros días las mujeres ejercen una presión mayor que nunca sobre la sentimentalidad ambiente, han dado la nota de la psicología usual, y la crítica artística y literaria obedecen, reconstruyendo el alma de pintores, músicos y poetas sobre el esqueleto de las relaciones femeninas. Sin embargo, nadie ignora que el significado originario de la palabra “musa” es ocio, y ocio en el sentido clásico quiere decir lo contrario del trabajo útil; no es un no hacer, sino el trabajo inútil, el trabajo sin soldada ni material beneficio, el esfuerzo que dedicamos a lo irreal, a lo supremo”

Ahí está ese “supremo”, ese “grande” del que hablábamos y del que la generación de mi padre (nacido en el 33) se infectó como de una gripe. Por supuesto, todo tiene dos caras, y esa tendencia a lo alto, aunque tamizada de calle y de experiencia, es también uno de los motores que me permiten seguir haciéndonos preguntas, hoy.

Y ahí está ese concepto digno de discutirse: “lo irreal”.

Y ahí está ese pensamiento tan pertinente como clásico sobre el ocio.

“Tienes que aprender a pasmar o te vas a aburrir mucho en esta vida”. Eso también me lo dijo mi padre. Yo tendría, supongo, unos ocho años, y le molestaba, hiperactivo, mientras él leía el periódico en una terraza de la calle Serrano de Madrid. Lo recuerdo.

Ese aprender a pasmar, a hacer el trabajo inútil y disfrutar haciéndolo. Y ese trabajo sin soldada. Y esa tendencia a lo supremo baqueteada por los años hasta hacer de ella un harapo. Todo ello me contempla mientras tomo el té hoy, subido a una atalaya de observación que, me temo, no es mayor que la montaña de arena de playa que cada verano mi madre trae para que mis sobrinos pequeños jueguen sobre ella a hacer castillos. Y a defenderlos después.


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