VUELVA USTED MAÑANA

VUELVA USTED MAÑANA
Luis Boullosa (Madrid, 1975) es escritor, periodista y músico. Ha colaborado con medios diversos como Ruta 66, El Confidencial, eldiario.es o Fiat Lux, y dirige la revista musical Karate Press. Es autor de los ensayos culturales "El puño y la letra" (2013) y "Santos y francotiradores" (2016), ambos publicados por 66RPM Edicions, en los que analiza la relación entre literatura y música en el mundo anglosajón y español. Contacto: luisboullosam@gmail.com. Twitter: @LuisBoullosa Foto: Alberto R. Roldán.

miércoles, 3 de diciembre de 2014

SAQUEANDO TUMBAS: ORO Y CALIGRAFÍA







“Todo lo que no es tradición es plagio”, decía el otro.

A un amigo mío que sobrevive aún en el mundo de la música después de muchos años le gustaba citar esa frase. Si consideramos a la ópera bufa, la intertextualidad, el TNT y el don de lenguas como plagio, o como tradición, el aforismo es bastante ajustado. Si consideramos al buceo libre, la sátira amarga, la genealogía  experimental y el lento reconocer al padre frente al espejo como plagio, o como tradición, la frase es bien cierta. O si consideramos directamente el plagio como la primera de las tradiciones. O como el origen de las tradiciones. La idea atañe, en todo caso, a la esencia misma del arte, y en el caso del Rock&Roll el proceso de seguir el hilo es tan divertido como ambiguo.

Inyectado inevitablemente de música popular, aunque con un pie fuera del charco magmático original, el Rock&Roll conservó siempre una de las características esenciales de aquella música primera de la que surgía, mixto y aullante: la capacidad (la vocación) de copiar modelos preestablecidos incluyendo en  ellos pequeñas mutaciones. Fueron otros condicionantes los que le facilitaron una evolución rapidísima, pero fue ese el que permitió que acabase siendo una música tan rica como amplia en ecos, tan terrosa como tentacular, y que hoy (siempre en el entorno anglosajón, se entiende) una banda de vanguardia pueda tener, por ejemplo, un núcleo de blues tradicional sin que eso se vea como un lastre, sino más bien al contrario. Integración y uso.

Ese blues, o la canción europea, o el folk irlandés… toda la música “tradicional”, en realidad, ha funcionado siempre de esa manera pragmática y visionaria: el standard y la fórmula son fórmula y standard porque funcionan, luego, es no sólo lícito, sino útil y quizá necesario recogerlos y usarlos en nuestro beneficio. Cambiamos un verso, movemos un acorde, rompemos un par de huesos aquí y allá, lo firmamos a nuestro nombre y a correr. Nada que objetar por mi parte a este método de trabajo que permite llevarse consigo lo mejor de la historia y escupirlo con la necesaria furia de lo nuevo. Por supuesto hablamos siempre de los mejores. Los mejores saquean el oro. Los demás hacen cuadernos de caligrafía.

Fueron esos, los mejores (conocidos o no), los que incluso cuando la fiebre de la originalidad impregnó al Rock&Roll supieron seguirla con brío, reinventándose, pero sin olvidar el anclaje, la vastedad de la raíz. Y sin dejar de usarlo a su favor. La trilogía ácida de Dylan, por poner un ejemplo palmario y bien conocido, le debe tanto al don visionario de Zimmerman, a su retórica proto punk y a su radical giro eléctrico como, digamos, al Rythm and Blues, al folk, al country y a la Biblia. Fue inyectar calambre al joven muerto, a ese Lázaro del delta y de las planicies perdido en la américa moderna, lo que produjo el milagro. Si se intenta inyectar algo en lo nuevo, casi siempre se pincha en aire. Y recurrir a la Biblia es, convengamos en esto, pura tradición, aunque se haga para refutarla; aunque, como en ese arranque de “Highway 61” que me sigue fascinando, se pesque en Genesaret con dinamita:

Dios le dijo a Abraham: sacrifícame un hijo.
Abe dijo, “tío, debes estar de coña”
Dios dijo “no”
Abe dijo “¿Qué?”
Dios dijo: “puedes hacer lo que quieras, pero
La próxima vez que me veas venir será mejor que corras”
Abe dijo: “¿dónde quieres que se haga el sacrificio?”
Dios dijo. “Allá, en el autopista 61”

Por supuesto, lo que era revolución para la narrativa rock, un género que entonces despertaba, había ocurrido décadas antes en el mundo de la literatura avanzada. Dylan no hizo nada, en lo revolucionario, que no se hubiese hecho diez, treinta o cincuenta años antes en otros ámbitos literarios. Simplemente lo hizo con música, amplificado y, digamos, “para niños”, justo en el momento en el que esos “niños” habían tomado el poder o se habían convertido, al menos, en el público principal y el consumidor principal. Aun así, su capacidad para el collage posmoderno, la amalgama de iconos y la fragua de un nuevo eslabón del auto-mito americano era asombrosa. En el fondo del estallido de cualquier exabrupto rupturista, sospecho, hay siempre un icono que hasta mi abuela, incluso muerta, podría reconocer, por eso la bomba funciona. Dylan era catedrático en eso.

Collage. He escrito esa palabra y ahora la paladeo. Esa palabra me gusta: implica una libertad que hoy hemos perdido, inmersos no en la tradición o en el plagio, sino en el plagio de la tradición.

Considero que si perteneces a una línea de sangre, eres unitario pero libre. Pero si lo que haces es copiar esa línea de sangre, eres un fracaso desde el inicio y un ejemplo de que esa sangre no es tuya ni lo será jamás. La diferencia entre un hombre influido por un hombre y una banda de versiones es la que hay entre el destino y la patochada. Y una banda de versiones encubierta es ya una patochada infame. Entiéndase lo que digo (si se quiere): Precisamente porque creo en esa tradición y en ese plagio, en ambos, como parte del motor de combustión del arte, estoy perfectamente a favor de que la gente haga versiones, con lo que estas tienen de mutación, aprendizaje y ensayo. Me parece una parte de la educación formal y sentimental tan necesaria como amable. Ahora bien: Entre el que aprende a pintar con los clásicos y el que vive de vender eficaces acuarelas miméticas existe la distancia exacta que va del artista en ciernes al artesano grandilocuente. El segundo no me interesa porque no significa nada. Su posición es comercial y estática, y existe apenas como ente gracias a la peor de las lacras occidentales: la nostalgia de algo inexistente.

Curioso, dado todo esto, inevitable quizá, que algunas de las pequeñas iluminaciones que uno se encuentra en el camino vengan precisamente por la vía de la versión. Me compro el “Slow Dazzle” de John Cale para subsanar una de mis penosas lagunas históricas, y porque me gusta John Cale, y me encuentro allí con una versión de “Heartbreak Hotel” que, firmada en el 75, explica casi toda una carrera. Curiosamente la carrera que explica no es la de Cale, en cuya obra esa versión no es sino una excentricidad ocasional, pura marginalia. La obra que explica es la de Nick Cave.

Es este el momento en el que quienes no hayan escuchado el tema pueden darle al play en el video de youtube adjunto (no se oye muy allá, mejor, obvio, el disco), y quienes lo conozcan de sobra pueden pensar “de eso ya me di cuenta yo hace veinte años”. Lo cierto, en todo caso, es que un porcentaje muy, muy alto de lo que Cave ha hecho toda su vida, no ya musicalmente, sino en espíritu, está contenido en ese tema. En su oscuridad plástica, en su histeria subyacente, en su burla macabra, en su sintético aullido de profeta de neón, en su efectista grave de guía, en su tremendismo de salón.

Por supuesto ahora vienen las eternas disquisiciones y argumentos: “Uno puede llegar a un mismo punto diez años después que otro, sin haberse siquiera conocido y por caminos diversos, y bla, bla, bla…”. Yo me pongo la canción una y otra vez y pienso: “coño, John, parece que lo hubieses dejado aquí como un caramelo envenenado, cabrón”. Qué se trate de un tema de Elvis, no hace más que engrandecer el minúsculo cuadro, convirtiéndolo en una especie de viñeta mitológica Pop: Elvis, el Rey. Su cuarto mortuorio saqueado por un vanguardista burlón, en una tarde de resaca. Después el vanguardista burlón saqueado por un trascendentalista de palo que sobre una astilla en el pie de la cultura popular construye un edificio entero con ansias de palacio.

No estoy muy a buenas con Nick Cave, últimamente, y esto casi me ha matado el nervio. El australiano me parece un buen artista lastrado por su intento –algo estéril- de entrar en una tradición fingiendo que la fractura. Lastrado, también, por un ansia de ser un gran literato sin la cual le hubiese ido mejor. Aunque le ha ido de puta madre, supongo. Lo bastante, al menos, para permitirse su reciente película, una oda vacía a sí mismo en la que dice con voz ampulosa “Te contaré un secreto” para luego soltarte una ristra de lugares comunes. Una castaña egomaníaca de poco fuste, pobretona, entretenida apenas por los ratos en los que uno puede atisbar como el individuo hace aquello que realmente hace bien: conducir a hombres con más talento y menos ambición que él para crear discos cojonudos. Las mismas apariciones en el film de Blixa Bargeld, fugaz, apático, diciendo nada, y de Warren Ellis, entusiasta, curriqui, motivado, muestran los dos puntos de fuga que la amistad ofrece a ese dechado de ego que se desborda en el vacío: la sumisión utilitaria y sincera (Ellis) y el desprecio aristocrático de quien se cree superior, aunque acaso no tan reconocido (Blixa).

En resumen: por mucho que me guste Nick, gran parte de su propuesta está consignada, abierta y cerrada, en un tema de John Cale escrito cuando Cave comenzaba a balbucear y que no es sino una versión de Elvis. Eso no me hace odiar a Cave. Ni amar a Elvis. Simplemente, confirmo una vez más que determinadas visiones libres de la tradición dan lugar a nuevas ortodoxias; que a veces lo que se considera originalísimo tiene un pie en lo mimético; que las influencias son múltiples y bastantes veces ocultas o no declaradas y que la vanidad, al cabo, sobra  –aunque sea inevitable, humana- cuando uno navega por un río que parece cambiar siempre pero es también eternamente el mismo, el de las voces, el de los cuentos. Apunto, también, que hay vértices ocultos en toda esta ecuación mutante que une tradición, plagio y originalidad, y que es un trabajo entretenido descubrirlos y sentarse allí a observar, en esos picos extraños, subterráneos pero altos, muy altos. Sentarse junto a John Cale, que ya estaba allí, disfrazado de sombrerero loco, y contemplar como la cultura popular muta y evoluciona, y como unos cuantos gallos se ponen las medallas y otros, bastantes más, empujan la piedra que rueda trabajosamente cuesta arriba.

Recuerdo, por último, que en un disco de versiones de Cohen que siempre me ha sido muy querido por razones extramusicales, “Im your fan”, los dos números fuertes, los dos que sigo escuchando cuando lo reviso, eran precisamente de Cave y de Cale. Nick desguazaba “Tower of Song” en una gamberrada deliciosa. John, piano y voz, ejecutaba un “Hallelujah” estremecedor que dejaba al original tres cuerpos por detrás, comiendo polvo. Curiosamente, ese disco un poco absurdo fue mi puerta de entrada al trabajo en solitario de ambos artistas.

Una vez más, por la vía del plagio.


Y hacia el enfangado territorio de la tradición.


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