Un amigo me escribe esto, y estoy en casi todo de acuerdo
con él:
"Llevo un tiempo pensando en escribir una lista de todo lo
que detesto. Detestar es la palabra. Lo que detesto yo y lo que mi padre
detestaba no son exactamente lo mismo. Si tuviera hijos ellos terminarían por
detestar cosas distintas. Y sin embargo hay odios y desprecios que permanecen.
Y nuevos odios que se instauran y arraigan. Esos son los que importan, los
consustanciales. Los odios advenedizos al final, dan igual. Son de la persona,
no de la estirpe. Son del individuo, pero no del mundo. Son manías.
Los odios comunes, heredados, reafirmados y tensados al
fuego de varias experiencias consecutivas, en cambio, nos constituyen. Y gran
parte de la personalidad, la mayor parte de la alzada del ser, está compuesta
por esas cosas que ella misma rechaza. La otra parte está compuesta por cosas
que, sin rechazar directamente, intenta eludir; Cosas ambiguas de las que huye.
La familia es un ejemplo clásico.
Luego debe haber cosas que uno ama. Pero son construcciones.
No son cosas que estuvieran allí, y a menudo su figura es sencillamente el
hueco que dejan los odios. Así es la vida. Amamos aquello que se nos permite
amar, aquello, poco, que no es detestable o execrable, que no apesta y que, por
contraste, resulta refrescante y hermoso.
Así que la lista se complica y nunca la hago.
Cuando era niño era tímido en extremo. Pese a que era
brillante en los estudios, nunca pude pertenecer al grupo de triunfadores que,
además de las buenas notas, tenían el don de gentes que hacía su contacto
deseable. No sé si lo intenté, pero en el medioambiente balcánico de la escuela
primaria no hace falta intentar entrar en un sitio para que te expulsen de él.
Nunca encajé y me lo dejaron bien clarito.
El lado contrario del espectro en la
educación general básica eran los llamados “repetidores”, cazurros de uno o dos
años más que el resto que se habían ido quedando etrasados y que eran al tiempo
despreciados y temidos. Despreciados por su ignorancia, su pasotismo y sus
disparates. Temidos porque al cabo, eran mayores y te podían calzar un par de
hostias. Quizá eran también admirados secretamente: ellos, que vivían entre
nosotros obligados pero luego regresaban a sus amistades reales y a su ambiente
barriobajero, sabían sin duda cosas que uno ignoraba. Ellos tenían revistas
porno, y después novias, y después drogas también. Todo a muy pequeña escala,
claro. Pontevedra no era el Bronx. En un principio fui despreciado también por
esa casta. Luego, por una mecánica muy sencilla, se me admitió. Mi falta de carácter
o mi comprensión fue mi fuerza. Empecé a tener trato con ellos soplándoles
respuestas en los exámenes, echándoles una mano. Les fui útil, y por tanto
dejaron de presionarme. Luego, lentamente, se empezó a esbozar algo cercano a
una amistad.
Mi primera experiencia de una amistad real acaeció, por
tanto, en el campo de lo marginal. Sólo eran niños, claro, pero en aquel
entonces y a aquella edad, aquello era lo marginal. Desarrollé una cierta
comprensión y un cierto respeto, un cierto cariño, incluso, hacia ese tipo de ‘outsider’.
Aunque perdido en medio del espectro, pensé que tenía más que ver con ellos que
con los otros. Eran sencillos, macarras y se ayudaban entre ellos a su manera,
algo que el ala triunfante no aprendió jamás. Aún pienso lo mismo. Y aún sigo
entre dos aguas, porque nunca seré de un lado ni de otro. Esa situación me ha
impedido pertenecer nunca con plenitud a ningún bando. También me ha permitido
conocer bastante de todos ellos.
Hace un tiempo, una prima lejana con la que ya sólo tengo
contacto ocasional vio un video grabado en unas olimpiadas: en los vestuarios,
el muy soviético o postsoviético padre de una gimnasta zarandeaba a su hija y
la insultaba por no haber conseguido la medalla de oro. Algo así. Mi prima
estaba indignada. Yo le dije. “No te indignes tanto por esa nimiedad. Sal a las
calles de la ciudad. Vete a Gran Vía, pregúntate que hacen todas esas chicas
negras que no llegan a los 18 en los portales, coño”. Ella se irritó y me
contestó: “Yo hablo de lo que veo”. Y tenía razón. Ella no veía aquello. Veía
lo que se le daba, y con eso era feliz o infeliz. Principalmente feliz.
Me di cuenta de que mi prima, esa persona dulce e
inteligente que evita los problemas y que aparentemente es mucho más empática
que yo, carecía de una experiencia esencial para empezar a comprender. Ella
había tenido siempre éxito, ella había sido aceptada desde el principio, ella
nunca había sido un bicho raro. Ella nunca había vivido entre los parias, y por
tanto seguía usando un código inserto en el ámbito del “triunfo” que es este:
si te va mal, es porque has hecho algo para que te vaya mal. Su empatía podía
pues ser amplia, pero estaba irremediablemente castrada por un rocambolesco
prejuicio de clase y se limitaba a su ámbito. Se limitaba a “lo que veía”. Le
indignaba de manera indecible una agresión de un padre a su hija gimnasta de
élite. Las putas o los yonquis, en cambio, estaban, sencillamente fuera del
mundo. No estaban. Eran invisibles.
No había comprendido que la vida es perra, tampoco que existe
la casualidad y la desgracia. Que la caída y el final siempre están cerca y que
estamos hechos de la misma carne. Desde luego, estaba a años luz de entender que
en lo marginal se encuentran a menudo cosas luminosas y una experiencia a ras
de tierra, más esencial, que no carece en absoluto de importancia. Le faltaba ese
ansia de búsqueda que viene del rechazo y del descontento, que a su vez vienen
del desarraigo; ese impulso que lleva a buscar e impide que la curiosidad se
embote o no nazca siquiera. “Era nuestra señora del descontento, y corregía en
nosotros ese contentamiento que a fuerza de limitarnos logramos”, dice Ortega
de La Gioconda.
Por eso me han sido útiles, ya de inicio, mis carencias y
mis taras. O al menos eso prefiero pensar, llevados a este punto.
Han pasado años desde el caso de la gimnasta rusa. Muchos
más desde que ambos jugábamos en el mismo patio del mismo colegio a cosas muy
distintas, antes de que la vida nos llevase por caminos distintos. En una
comida familiar en la que nos encontramos, alguien habla de viajes africanos y ella
acaba por reflexionar que los negros deben ser genéticamente distintos, que
debe hacer algo que los haga… No llega a decir “más idiotas”, pero no hace
falta. Su madre le da la razón tácitamente. No se han desarrollado como
nosotros, por algo será. Yo no me alarmo. He oído el argumento tantas veces en esta España que se finge no racista que
me resbala por la piel con el hediondo tufo de lo cercano irremediable.
Simplemente pienso que no odio a la gente que no ve, pero
odio a la que no quiere ver.
Yo también me siento muy identificado con lo que cuenta tu amigo. De otra manera, por supuesto, mi experiencia ha sido similar y mis conclusiones también.
ResponderEliminarA.
Gracias, amigo! Se lo comunicaré...
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