Rondando cualquier discusión
sobre el arte y la libertad, en cuanto se rasca un poco, está la pregunta:
¿debo aspirar a vivir de esto? Y después: ¿será mi arte mejor si no tengo que
deslomarme en otras ocupaciones para ganarme la vida? ¿será peor? Es curioso
como los puntos de vista al respecto de genios que entregaron la vida a
ese mismo arte libre difieren bastante.
Hace tiempo que entendí
que leer no era lo que hace la mayor parte de la gente; que el entretenimiento,
como el hallazgo de la belleza, eran sólo regalos benéficos y colaterales de un
proceso más complejo, y que, por tanto, los libros ni eran un elemento
ocasional ni tampoco algo que hubiese que preservar de los rasguños con furia
coleccionista: los libros eran un instrumento (uno más, aunque excepcionalmente
útil) de una búsqueda, y por tanto debían usarse a fondo. Lo primero que me
sucedió entonces es que, para bien, les perdí el respeto físico: los cuido,
pero no me importa subrayar, anotar, doblar páginas o añadir lo que sea
preciso. Me resultan incluso más hermosos después del roce continuado con la
vida. Desconfío de los libros intactos y de las ediciones de lujo igual que
Jesús de los sepulcros blanqueados, según se contaba en aquel libro.
Hoy releo “Sexus” de
Henry Miller, y “Una habitación propia” de Virginia Woolf, que son dos de esos
volúmenes por los que he pasado mis dedos grasientos muchas veces, pero lo hago
en ambos casos de manera transversal, entresacando aquello que ya previamente
había anotado, tratando de centrar lo que ellos opinan de este problema del que
hablamos.
El libro de Woolf,
preclaro en su modestia sólo aparente y en su aguda simplicidad, planteó, entre
otras cosas, las dimensiones de un problema que no sólo no ha sido superado
sino que se ha extendido: si en su momento, la charla iba a dirigida a las
mujeres de principios del XX que luchaban por modificar su papel en la sociedad
-tradicionalmente relegado a una velada intrahistoria oral-, leído aquí y ahora
parece, en cambio, aludir a una franja amplia de artistas en problemas. Siendo
sintéticos: el creador medio en nuestro país es un tipo educado, hijo y miembro
de la burguesía media crecientemente empobrecida y que tiene que trabajar en
cualquier otra cosa para poder ejercer su oficio artístico en ratos libres o
robados al trabajo asalariado. Es decir, ni mucho menos puede dedicarse a “lo
suyo” de manera permanente y seria. “Una habitación propia” leído hoy, habla, y
mucho, de él.
Resumiré la postura de
Woolf en dos citas, aunque recomiendo la lectura del libro completo a quienes
no lo conozcan.
Primera: “Elogio y
vituperio nada significan. No; por delicioso que sea el pasatiempo de medir, es
de todas las ocupaciones la más inútil, y someterse a los decretos de los
mensores, la más servil de las actitudes. Escribir lo que uno quiere escribir
es lo único que importa, y que eso importe por siglos o por horas, es lo de
menos. Pero sacrificar un pelo de la cabeza de su visión, un matiz de su color,
para complacer a algún Director con una copa de plata en la mano, o a un
profesor con una vara de medir en la manga, es la más abyecta traición, y el
sacrificio de la fortuna y de la castidad, que se consideraba el mayor de los
desastres humanos, es en comparación una simple picadura de pulga".
Segunda: “Escribir una
obra de genio es casi siempre una proeza de prodigiosa dificultad. Todo
contradice la posibilidad de que nazca completa en la mente del escritor.
Generalmente, las circunstancias materiales están en contra: los perros ladran,
la gente interrumpe, hay que hacer dinero; la salud se quebranta. Además,
acentuando todas esas dificultades, y haciéndolas más insoportables, está la
indiferencia notoria del mundo. El mundo no pide a las personas que escriban
poesías y novelsa; no los precisa (…) Y claro, no paga lo que no precisa”.
Se plantean, en esas
dos simples frases, la necesidad de la integridad para que la obra de arte lo
sea, y los permanentes obstáculos y limitaciones que han de salir al paso de
dicha integridad. No debes sacrificar ni un gramo de tu visión, pero todo está
en contra de ese empeño, es el mensaje. Lógicamente, la pregunta que resulta es
pragmática: Si quiero ser íntegro, ¿cómo debo conseguir el sustento, la
comodidad que me permita escribir sin venderme? Sobre esa “comodidad”, cuyo
costo cifra Woolf en “una habitación propia y 500 libras al año” ganadas con “el
propio ingenio”, orbita ya no la obra, sino esta discusión que hoy nos sigue
cercando. Y la palabra comodidad viene a cuento, ya que ella misma habla en
otro punto del libro de “el civismo, la genialidad y la dignidad, que son
vástagos del lujo, de la intimidad y del espacio” y se pregunta sobre las
consecuencias espirituales de la pobreza y de la riqueza.
Menos preocupado por
esa discreta vida tranquila de labor se muestra Miller en “Sexus”, uno de esos
libros cuya saludable y revolucionaria obscenidad reside menos en la procacidad
sexual (que abunda) que en la prodigiosa capacidad de no glorificarse a uno
mismo, de verse tal cual, en pelotas frente al espejo del retrete. “Por lo que
se refiere a la recompensa”, dice, “estás confundiendo siempre reconocimiento
con recompensa. Son dos cosas diferentes. Aunque no te paguen por lo que haces,
por lo menos tienes la satisfacción de hacerlo. Es una lástima que insistamos
tanto en que se nos pague por nuestros trabajos: en realidad no es necesario, y
nadie lo sabe mejor que el artista. La razón por la que lo pasa tan mal es que
elige hacer su obra gratuitamente. Olvida, como tú dices, que tiene que vivir.
Pero en realidad eso es una bendición. Es mucho mejor estar preocupado con
ideas maravillosas que con la próxima comida, o el alquiler, o un par de
zapatos nuevos. Naturalmente, cuando llegas al punto en que tienes que comer y
no tienes nada que llevarte a la boca, entonces la comida se convierte en una
obsesión. Pero la diferencia entre el artista y el individuo corriente es que
cuando el artista consigue efectivamente una comida, vuelve inmediatamente a su
mundo ilimitado, y mientras se encuentra en ese mundo es un rey, mientras que
tu estúpido hombre medio es una simple estación de servicio sin nada en los
intervalos más que polvo y humo”.
La mayor parte de los
creadores indecisos que conozco tienen un tercer problema: internamente, no
desean afrontar ninguno de los dos escenarios. No quieren comerse el tarro
pensando como tener una vida decentita mientras escriben, ni están dispuestos a
afrontar ese arte por el arte que rechaza recompensa alguna, esa bohemia
purista que exige ser también un artista del sablazo, como Miller fue a buen
seguro durante muchos años. Es decir, la mayor parte de los creadores indecisos no desean el vagabundeo intelectual ni la forzosa pequeña burguesía de las letras, sino que habitan un perezoso e imperdonable tercer punto, opuesto a los de Miller y Woolf, un tercer y deplorable vértice del triángulo: están
dispuestos a convertir su visión en un ‘hobby’ de fin de semana que luego irá
siendo sepultado por otros. Es decir, no son artistas en absoluto.
A menudo estos
defensores encubiertos del ‘hobby’ esgrimen el fino contra-argumento que afirma
que si pudiesen vivir de un oficio artístico, probablemente serían mucho más
esclavos y más infelices, pues de un modo u otro tendrían que prostituir su
arte, o al menos una parte de ella en pos del vil metal. Está bien recordarles las palabras de Zappa:
“No veo ninguna razón por la que un artista deba morirse de hambre el resto de
su vida. No veo nada deshonroso en hacer dinero haciendo algo que te gusta
hacer. No creo que yo, o cualquier otro en un campo creativo, debiera verse
forzado a trabajar en una gasolinera durante el día para poder hacer lo suyo de
noche para una audiencia limitada”.
En todo caso, esa es otra discusión, que
implica tratar de deslindar “arte” de “oficio”, y ver también qué tienen en
común.
Otro día será, pues los
perros ladran, como decía la Woolf, y mi vecino ha decidido escuchar bachata a
todo trapo, rompiendo el frágil encanto de esta tarde anglófila.
Salud, pues. Y hasta
mañana.
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