Le debo una a mi padre
y otra al cocinero de a bordo. Al primero por empujarme suavemente hacia la
lectura en un tiempo que ya casi no recuerdo, al otro por llevarme de la mano
en mi primer viaje a través del océano, ese que arrancaba en el acantilado
frente a la posada del Almirante Benbow,
proseguía dentro en un tonel de manzanas y terminaba en una isla selvática
donde había un loco sagrado y un tesoro. El primer viaje iniciático. Le debo
una, sí, a ese tipo curtido, amancebado con una negra y con un loro al hombro
–el cocinero, no mi padre- y que regentaba por entonces en Bristol la taberna
del Catalejo; a ese John Silver “el largo” que, con el natural confundirse las
cosas -con los años, que hacen la praxis casi mágica- ha pasado a ser para mí
igual de real que muchos idiotas y muchos buenos tipos a los que cada día puedo
tocar.
Hablaba de él y de otras muchas cosas, hace poco, en un post que me pidieron para el blog de la Anglogalician Cup (que en sí mismo es un experimento literario, sobre todo por sus manadas de psicotrópicos comentarios). Pueden leer allí mi aproximación, poética y vaga, que se apoya, sin embargo, en un recuerdo del origen de las cosas que surge nítido como un cuchillo: estoy en la cocina de mi casa, en algún año remoto, y alguien me tiene en las rodillas y me lee, precisamente, “la Isla del Tesoro”.
Si alguna vez deciden
regalarle periódicamente libros a un niño –un ahijado, por ejemplo- para que
lentamente se construya una biblioteca básica que pueda no leer cuando tenga
capacidad para ello, recomiendo que el primero sea, precisamente, la obra maestra de Stevenson. Lo he
leído a los ocho, a los doce y a los treinta con igual asombro; me ha
acompañado a lo largo de la vida de manera tan tranquila como penetrante. Lo he
releído una y otra vez con ojos nuevos (o más viejos, según se vea, renovados
sería quizá la palabra), siempre con el mismo placer acrecentado, y he visto en
él cosas muy alejadas de la simple novelita “para muchachos” por la que pasó
durante tanto tiempo, acaso para suerte nuestra. Si esa intención de simple
entretenimiento juvenil -que Stevenson declara en algún texto suyo- fuera
cierta, estaríamos ante un caso monumental de libro que se eleva cientos de
pies sobre su autor. Concedamos, como mucho, lo obvio: que cierta parte de
magia, de arquetipo, de tradición inconsciente, pude haber en toda obra de
genio. Quizá incluso es necesaria.
En la colección de los
ensayos del escocés “Memoria para el Olvido” (Siruela) -otro libro
profundamente regalable- se puede encontrar esa miniatura deliciosa que es “Mi
primer libro: La Isla del tesoro”, en la que el autor cuenta cómo compuso la
historia del cocinero de la Hispaniola para su hijastro, a partir de un mapa
pintado con colores, con la ayuda de una familia, la suya, que debió ser
inusitadamente comprensiva, y no sin una crisis importante a medio trabajo. El
texto es sencillamente asombroso en su romanticismo de viejo recortable y su
sinceridad, y ofrece una cálida visión del interior del proceso creativo de un
novelista novato, aunque tiene momentos de pragmática y desarmante claridad.
“Cualquiera puede escribir un cuento –uno malo, me refiero-”, dice Stevenson,
“si tiene dedicación y papel y tiempo suficiente; pero no todo el mundo puede
aspirar a escribir siquiera una mala novela. Es la extensión lo que resulta letal”.
Desmontando
al largo
No soluciona ese
ensayo, sin embargo, determinadas cosas -aunque orbita sobre ellas-; una, quizá
la principal, es el misterio de la creación de un personaje tan radicalmente
“real”, influyente y único como el de Long John Silver. Miles de grandes
autores a través de los tiempos se han dejado las pestañas y la materia gris
intentando hacer lo que Stevenson hace con su personaje principal (porque “el
largo” es el personaje principal, como delata que el título de trabajo de la
obra fuese “The sea-cook”): crear una persona que salta literalmente de la
página para entrar en la vida del lector, fundiendo la barrera -esa sí
ficticia, en cierto modo- que separa al libro de quien lo lee, y acabando, de
paso, con un maniqueísmo histórico obsoleto: ese personaje confundía para
siempre los papeles, clavando en nosotros la duda terrible y gozosa: ¿Y si los
buenos no son los buenos en realidad? ¿Y si no era tan simple? Ese personaje
borraba la diferencia entre la literatura y la vida real.
Stevenson consideraba
-una teoría que esboza en ese mismo ensayo y en otros- que la creación de un
personaje exigía una “poda”, una especie de síntesis que lo redujese a los
rasgos esenciales e imprescindibles. Se ve cuando afirma que para el pirata uso
como modelo a un amigo: “lo despojé de sus mejores cualidades y de lo más
elevado de su carácter y dejé sólo su fuerza, su valentía, su rapidez y su
magnífica simpatía”. En otras palabras, la idea es que debe dejarse hueco para
que, sobre vigas maestras, el lector complete al personaje y cree, por tanto,
SU PROPIO personaje. A menudo me he preguntado por qué ninguna de las
representaciones pictóricas que he visto de John Silver “el largo” me ha
llegado a gustar, por qué ninguna de las láminas de las abundantes ediciones
ilustradas terminaba de cuajar en mi visión. La respuesta está precisamente en
esa inteligente manera de construir el personaje de Stevenson: es hasta tal
punto “colaborativa”, exige hasta tal punto que el lector edifique su imagen
personal del pirata -en la que inevitablemente se volcará parcialmente a sí
mismo y pondrá parcialmente una imagen preexistente, social o arquetípica-, que
cualquier otra plasmación que no sea la propia termina por parecernos una
traición. La pintura deja poco espacio para la evocación. El pintor plasma, en
el mejor de los casos, a su antihéroe particular, no al de uno. Stevenson,
dándonos libertad, plasmó al de todos.
Dos
por uno
Lo más curioso, en
cierto modo es que después de semejante exhibición, el fracaso estaba de nuevo
a la vuelta de la esquina. Y digo de nuevo porque la carrera de Stevenson está
llena de fracasos y libros incompletos. “El extraño caso del Doctor Jekyll y
Mr. Hyde” es quizá su novela más célebre tras “La Isla del Tesoro” -compitiendo con la
maravillosa “La flecha negra”-.
Pero si en la historia de Silver la complejidad de la personalidad humana era
solucionada con magistral naturalidad, en “Dr. Jeckyll” sucede exactamente lo
contrario: donde hubo por un instante vida volvemos a encontrar cartón piedra.
No se me malentienda, evitando comparaciones todavía me resulta un libro muy
disfrutable, pero en el fondo es como si Miguel Ángel, después de pintar la
Sixtina, le viniese a vender a uno unos aguafuertes muy decentitos con escenas
de la biblia a dos duros el ejemplar: no vale. Y “Dr. Jekyll…” fracasa
exactamente en el punto donde la Isla del Tesoro gana la partida: en la
encarnación de un personaje complejo que respire, en el soplo de vida (o la
palabra) que hace que el golem deje
de ser sólo un muñeco.
Y fracasa, probablemente, porque en su preocupación
profunda por la multitud de hombres que son el hombre, Stevenson desciende
trabajosamente a la teoría en lugar de navegar en la aventura, porque quiere
ser cirujano, pero disecciona de modo forzado y artificial, y termina
chapoteando en la sangre de un personaje muerto con un enredo toscamente
científico y maniqueo. Para explicar todo eso –o quizá habría que decir para
entenderlo-, para mostrar como nuestra capacidad para el amor y para el horror
van de la mano, no le hubiera hecho falta mucho más que mirar atrás unos años,
hacia su propia obra. Claro que sospecho que esta vez el intento no era
retratar, sino encontrar un porqué.
Sin embargo, y eso es
importante, en su fracaso, en su necesidad de partir en dos al personaje para
tratar de explicar al hombre con mayúsculas, predice ya a todos sus imitadores.
En efecto, el influjo de Long John Silver -un personaje compacto aunque dual,
integrado, vivo, complejo, definido por sus actos, que alude a todo el que lo
lee- permanecerá en el arte posterior de manera marcadísima aunque rebajada: casi
todos los “malos” del cine universal tienen algo de él, sin ir muy lejos, algo
de esa simpatía contagiosa y ambigua ajena a los estereotipos, rebosante de
energía. Aun así, cuando se intenta en serio y no se reduce a caricatura, casi
siempre se necesitan dos personajes para tratar de remedarlo (Pat Garret y
Billy el Niño en el glorioso film de Sam Peckimpah son un buen ejemplo). Y esa
es su magia. Una magia tal que ni quien la creó fue capaz de repetir. Una magia
premonitoria del siglo XX, el que mejor ha demostrado con pruebas fehacientes que
los monstruos son humanos, que el destripador puede ser un amante esposo, que
la depravación linda a menudo, lo queramos o no, con lo sublime, no porque se
parezca a ello, sino porque no se distingue del todo ni se puede separar lo uno
de lo otro. No hay pócimas que valgan, parece, mi querido doctorcito.
Una
indagación sobre la audacia
Dice alguien, en uno de
los muchos comentarios interesantes a mi post en la Anglogalician, que
considera “La Isla del Tesoro” como “una indagación sobre la audacia”. No le
falta razón.
Para empezar, Long John
Silver es el icono tardorromántico perfecto: crepuscular héroe –un pirata
mutilado y oculto, un traidor a unos y a otros- que coge el último barco
posible hacia una época (¿la juventud?) que en realidad ya ha dejado de
existir. Long John Silver es la aventura por el gozo y la necesidad mismos de
la aventura y, al tiempo, el drama de la última oportunidad, de la cabalgada
final. De hecho, lo diferencia de la cuadrilla de facinerosos que comanda, un
hecho esencial: no hace lo que hace por sobrevivir, ya que no es pobre; tiene
una taberna, vive bien: arriesga su vida, pues, por una demanda de orden bien
distinto, de orden espiritual; la arriesga por el deseo y la curiosidad, quizá,
que son los que, dice Stevenson “hacen hermosas a las mujeres o interesantes a
los fósiles”; un deseo y una curiosidad sublimados en un irrefrenable amor por
la aventura y un encubierto deseo de morir de pie. Una indomable nostalgia de
la acción.
Para continuar, hay una
escena clave en la novela que dibuja magistralmente y sin explicaciones innecesarias
toda la simetría de poder que sostiene el libro. Es aquella en la que Long John Silver –un elemento al que no le
importa matar a quien sea con tal de seguir vivo y campante- defiende de pronto
a Jim Hawkins frente a los piratas, arriesgando su puesto dominante entre ellos
y su propia vida. ¿Por qué lo hace? La primera vez que lo leí no me lo
pregunté, la segunda sí, pero sólo lo entendí de una forma oscura e instintiva,
como suele pasar con los símbolos. No fue hasta la cuarta o quinta que me di
una respuesta que me pareció satisfactoria. Es esta: Long John Silver está
defendiendo a su hijo.
Si se sigue la
evolución de Jim Hawkins, a través de la novela, se descubre que lo que parecía
un simple personaje-conductor clásico goza de algunas características anómalas.
La más significativa, posiblemente, sea que su carácter –pese a su buena
voluntad- le hace desobedecer sistemáticamente las órdenes. Casi todo el libro
avanza gracias a esa característica radicalmente individualista de un chaval
que, en medio de un mundo de normas estrictas, se precipita de cabeza a lo no
pautado, directo a la oscuridad (o al fulgor) de lo no conocido. Es más
parecido en esto, mucho más, a los piratas que a los hombres de ley, o al menos
al pirata que nos ocupa. Es, de hecho, el suyo, el mismo temperamento de Silver
pero volcado en una carne joven que lucha en bando opuesto. Y Silver reconoce
eso en Jim: reconoce a un hijo espiritual, reconoce la rarísima ocasión de
encuentro con un igual, en este caso aún cachorro. Y un padre siempre defiende
a su hijo, aún a costa de su vida, al menos un buen padre.
La isla del Tesoro es
pues, entre otras cosas, un libro sobre la paternidad espiritual, que es una
forma especialmente intensa de la afinidad y una de las pocas cosas que pueden
unir de manera estrecha a elementos válidos de generaciones lejanas. Entendido
esto, se puede considerar, ciertamente, que el elemento espiritual y de carácter
que construye esa relación paterno-filial es, como decía, perspicaz, mi
anglogallego, la audacia. Hay en esas páginas de Stevenson una reflexión sobre
el sentido (poético, vital y práctico) que la audacia pueda tener frente a un
mundo “social” que exalta la prudencia, la contención y el decoro de un orden
petrificado. Un orden petrificado que
–paradojas- probablemente Stevenson apreciaba también, como buen antañón que
era.
En esa reflexión
probablemente esté no sólo una de las claves de un libro tan corto como
inabarcable, sino también una de las explicaciones más preclaras de porqué nos
fascina, en general, la figura del fuera de la ley.
“El hombre que narra es
un misterio. Para desentrañarlo, sus lectores recurren a la confesión, la
correspondencia privada, las fotos y retratos, el análisis psicológico, el
recuerdo de quienes lo frecuentaron, como si conocer al mago les permitiese
entender su magia…” dice Alberto Manguel en la introducción del citado volumen
de ensayos. Stevenson consiguió el truco más difícil de que el hombre narrado
fuera también un misterio, y al tiempo un misterio luminoso. Un misterio
iluminador.
Recuerdo, ahora que ya
nadie me toma en sus rodillas, al resplandor viejo de esas páginas, que a uno
de mis ‘barmen’ de cabecera le llaman también “el Largo”. Quizá es porque mide
más de dos metros, o quizá porque cojea un poco y goza de esa simpatía cascada
que yo atribuí en su momento al pirata de la taberna del Catalejo. Últimamente
cuando me imagino a Silver, se me antoja como él, sólo que al borde de otro
mar, este mar hosco y fastuoso de Galicia, donde vivo y donde uno, por no morir
de aburrimiento, tiene tantas cosas sobre las que escribir y de las que hablar.
Que gran noche aquella la de Bristol, Rovers in the City, Velindra no era muda.
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