Entramos en el arte huyendo de la fealdad que nos rodea. La
creación es un “no” inevitable que en principio es defensivo y con el tiempo se
disfruta y se ejerce; y es un “no” escupido en la cara de un entorno que, de
inicio, se nos hace insoportable por su fealdad: no queremos ser como vosotros.
Yo recuerdo sentir eso desde muy niño, e ignoro que parte de
ello me fue dada al nacer y que parte fue heredada o impuesta por mi entorno
familiar y social y mis propias peripecias. Lo cierto es que no tengo en la
memoria una época en la que el mundo que se me ofrecía e imponía me pareciese
especialmente tolerable. Interesante, quizá, pero no tolerable no.
Los casos particulares importan poco, pues cada uno tendrá
sus raíces, y no todas serán iguales, pero el hecho del descontento sí importa.
Si no encajas y tampoco te dejan encajar, las dos opciones que quedan son
inclinar la cabeza o pensar que, de algún modo, estás por encima del olor a
vómito de las costumbres y del punzante gris ambiente.
La salida natural de ese atolladero, en la que algunos
entramos como los toros en el chiquero que lleva a la escabechina, son el arte
y la creación, de cualquier tipo. Se empieza poco a poco, claro. Hay que hacer
un camino extraño, que cada vez te separa más de la gente y que se interna en
parajes donde otros niños perdidos -con los que al menos tienes en común esa
pérdida- apacientan su propia soledad como pueden. Sin tener en cuenta las
emboscadas y los males, yo tendría que apuntar una larga lista de epifanías de
baja intensidad que me condujeron como miguitas de pan brillantes hasta donde
estoy hoy: en el lejano pasado estarían los libros de arte antiguo, cuyas
mártires en láminas a todo color fueron mi primer atisbo de la sexualidad, las
novelas baratas del oeste de J. Mallorquí, los fragmentos de Shakespeare
memorizados que mi padre repetía de cuando en cuando, el primer libro sobre
Dylan con fotos que ojeé, las revistas porno encontradas en el fondo de un
armario, Larry Bird, Henry Miller y Long John, por citar lo primero que se me
viene a la mente. Sería un panteón extraño donde la capilla sixtina compartiría
estante mental con el primer ruta 66 que me compré. Todo ello, por pobre que
fuese, ardía con una cautivadora llama en blanco y negro al contrastarlo con lo
que constituía la norma. El Rock&Roll, en concreto, me llegó como un
absoluto fogonazo que barrió para siempre cualquier atisbo de normalidad.
¡Ah, fue una suerte! Porque la normalidad es la mayor
anormalidad que conozco. Un proceso de amputación demasiado doloroso incluso
cuando no se experimenta en carne propia, sino sólo como espectador.
Porque la normalidad es una ley del hombre, y como todas las
leyes del hombre, ha sido impuesta en contra de su naturaleza.
Fiebre ética
Vista así, superficialmente, toda esta huida de la que
hablamos, esta náusea motriz que llevaba al chaval a leer horas larguísimas, a
perderse en ensoñaciones disparatadas y a dibujar cosas raras, tanteando
ciegamente una salida, podría parecer una postura estética. Así lo ven aún hoy
en día, supongo, quienes me criaron –a mí y a tantos otros-, y por eso han
pensado siempre que la fiebre remitiría. Lo cierto, es que, sin dejar de ser
canalizada de manera estética, la fiebre es ética, y que aquello que nos repele
de manera instintiva desde pequeños es sólo la cáscara de imaginería que recubre
la aberración: No, no queremos vuestros trajes grises, porque no queremos
vuestras vidas grises. Están podridas. Eso es lo que sentimos, y no hemos
dejado de sentirlo ni un día desde entonces. No os amamos, sino que os odiamos,
y odiamos lo que de vosotros hay inevitablemente en el espejo; y vuestras
torturas sistemáticas han hecho que podamos ver a través de vuestras máscaras:
no se nos hace insoportable el roce social por lo que tiene de torpe ficción,
por ejemplo, ya que esa ficción podría incluso justificarse: se nos hace
insoportable por lo que hay tras esa ficción.
En ese rechazo estético a la estupidez inevitable de una masa
que se declara esclava vocacional, que grita para que le dejen vestir el saco
de la cárcel, el arte es gemela del dandismo. No sé si lo es tanto en su horror,
ético, al mal consustancial a la especie humana, contra el que el arte lucha
pero que quizá el dandismo acepte, por su terminal belleza fecal, con una resabiada
mueca de cínica indiferencia: “yo ya lo sabía”.
En segundo lugar –como ya expresé en algún post anterior y en
mi libro “El puño y la letra”-, toda alma sensible que vive en ese desacuerdo y
ese desagrado consustancial con su entorno -y cuyo trabajo esencial durante
muchos años es resistirse a él y no ser infeliz en la pelea- es tentada de manera sistemática por el
ascetismo o por la lucha armada. Son las dos vías aparentemente naturales para
enfrentar a la corriente de la nefasta normalidad cuando esta se hace tan
fuerte que amenaza con arrastrarnos y estrellarnos contra el acantilado del
tedio y la fealdad más absolutos, es decir, de la muerte en vida.
En este sentido también el artista y el dandi son parecidos,
ambos saben de ese tedio, como quien lo hubiese experimentado en otra vida
anterior. Y sin embargo, pese a la tentación de lo extremo, ni uno ni otro se
retiran a una cueva; tampoco hacen saltar por los aires bancos, supermercados o
peleles políticos. Eligen, por vocación, lucidez o cobardía, una tercera vía
para articular su negación; una vía social -porque ocurre en sociedad, aunque se
deteste a esa sociedad-, metafórica e “inventiva”. Una vía, pues, discutible, pero
que hace que ese “no” inicial sea convertido en el “sí” por medio de la
creación.
Son, en cierto modo, ambos, artista y dandi, ejemplos de que
otra vida es posible. De que otras perspectivas son posibles. En el caso del
dandi, de que es posible otra “personalidad”. Son, también ambos, pese a ser sociales,
un insulto a la sociedad “normal”, que por tanto sólo finge tolerarlos. En el
caso del artista, se lo absorbe y se lo integra con bastante éxito, por lo
general, con dinero, ignorancia absoluta o halagos. En el caso del dandi se
espera a que muera: su propia condición de rara avis, de elemento único, hace
que desaparecido él sólo quede una tergiversación chusca de lo que fue. Sociedad
pura. Mientras el proceso dura, sin embargo, el hombre “normal” los envidia a
los dos con un fuego pálido en el que se mezclan la adoración y el odio más
puro.
Elementos diversos, pues, artista y dandi coinciden sin
embargo en algo esencial: necesitan un público. Quizá un público al que
desdeñar, como hace el dandi, pero público al cabo. Y recordemos que no es raro
el público que paga precisamente para ser desdeñado.
Si se quiere, también, puede considerarse al dandi como “el
artista de sí mismo”, lo cual es algo cercano a un artista sin fruto, y no está
tan lejos del ermitaño del que hablábamos. En todo caso, aparte de la creación
de su propia mascarada, raramente un dandi puro crea arte de importancia. Es sencillo:
está demasiado preocupado del efecto. Está demasiado ocupado en demostrar que él
ES para luego poder poner cara de que no le importa.
Por ejemplo, cuentos muy hermosos como “El niño estrella”, de
Wilde, que siempre me gustó, carecen sin embargo de grandeza última. Su
perfecto final es su condena. ¿Por qué? Porque casi antes de terminar de
paladear su perfección uno puede imaginarse a Wilde relamiéndose al paladear a
su vez nuestro gesto, a través de unos cuantos años de tumba. El arte no es el
efecto: se sirve de él, pero no lo pone en un trono. La posible grandeza de
Wilde es empañada por su dandismo, que al cabo, siempre es un “intento”. Wilde,
en el fondo, democratiza al dandi y empieza a terminar con él, aunque eso es
otro artículo.
Cerveza y riñones
crudos
Pero ¿qué es un dandi, en realidad? ¿Alguien lo sabe con
exactitud?
Está la vieja respuesta del juez sobre la naturaleza de obscenidad:
“Sé reconocerla cuando la veo”. Pero lo cierto es que es pregunta abierta. Ojeaba
hoy un libro sencillo pero recomendable como introducción al problema, de
Giuseppe Scaraffia, que da fé de la complejidad de una cuestión que nunca ha
sido del todo respondida.
Recuerdo una conversación, hace al menos diez años, quizá
quince, en un bar cualquiera de la mezquina zona de Moncloa, en Madrid.
Sentados a la mesa trasegando cerveza, mi amigo Daniel, Leopold Iguazú y yo
discutíamos sobre esa pregunta, exactamente. Leopold Iguazú debía su nombre a
su devoción por Joyce o por los riñones crudos, o por ambos, ya no recuerdo, y
a una camiseta que vestía habitualmente y que retrataba en rosas, amarillos y
espeluznantes rótulos las cataratas de Iguazú.
En aquella época las disputas entre
amigos sobre nimiedades de este porte parecían peleas a muerte, aunque casi
siempre sobrellevadas con humor; no fue así esta vez: en algún punto,
convencido de que estábamos sugiriendo veladamente que él ni era ni podría ser
nunca un dandi, cosa que era cierta, Leopold se levantó sin decir palabra y,
muy indignado, se largó del bar. Tuvo que volver media hora después, con las
orejas gachas, a recoger la chaqueta que había dejado atrás, una prenda en
efecto olvidable de tonos verde oliva y forro de borrego. Nosotros queríamos a
Leopold Iguazú, y aún lo queremos, pero quien más quien menos sabe que un dandi
nunca se exaltaría por semejante estupidez, ni olvidaría jamás su chaqueta. Y si
sucediera, no se molestaría en volver a por ella.
Para el caso, tampoco nosotros hemos sido dandis en la puta
vida. Nos basta con lo que quiera que seamos, es de suponer.
Aventuremos una hipótesis: un dandi es alguien que no sólo desea
sino que consigue ser diferente a todos los demás y al tiempo atractivo para
todos los demás. Una vez superior, reconocido y no comprometido más que consigo
mismo, un dandi es también quien no da la menor importancia a la adoración de
la que es objeto. Muy al contrario, la desdeña y la evita. Un príncipe de sí
mismo; un exhibicionista, digamos, de tendencias privadas, si tal cosa puede
darse. Como dijimos, el retiro espiritual lo tienta, y la acción armada destructora
y romántica también, pero no cede a ninguna de esas pasiones, y quizá eso sea
lo que le concede ese agrio deje de desdén, esa bella sombra de sonrisa esofágica,
que nunca le he envidiado.
Contraluz y anfetaminas
¿Hay dandis en el mundo del Rock&Roll? Como en tantas
cosas, creo que el Dylan “ácido” ejerció de conexión entre ambos mundos y fue
ambas cosas: un dandi eléctrico de contraluz y anfetaminas que aunaba al
artista y al diletante; gatuno maestro de esa “poética de la distancia” de la
que habla Scaraffia, afilado como una navaja de afeitar. Antes, nadie se lo
había planteado en el mundo del pop. Jugaban a lo sumo, con el concepto de
dandi que tienen las señoras burguesas, o sea, alguien educado que viste “bien”
y sabe hilar dos frases. Después, sin embargo, la fórmula se ha intentado una y
otra vez con variaciones. Quizá la veta más exitosa fue la caballuna saga
Richards-Thunders-Sudden (y adláteres), que en su decadentismo romántico y
pirata apelaba a una versión del dandismo más cercana a la bonhomía de Stevenson
que a la luciferina tos de Baudelaire.
Pero, como en muchas otras cosas del Rock&Roll,
aquí es tan importante el que intenta como el que consigue. Incluso, a veces,
es más importante el que fracasa: el Rock&Roll es proletario en origen, y
por tanto recrea cosas que nunca ha visto según cree que son. Cuando pasa a ser
de clase media, los iconos ya han sido esculpidos en toda su disparatada
imaginería. El Rock&Roll es, parcialmente, un mundo fundado por niños que
juegan a juegos de mayores imitando reglas que desconocen: es su salvaje y
vocacional inexactitud lo que lo engrandece. Willy De Ville, pongamos por
ejemplo, es un dandi del Rock&Roll, aunque esté tan lejos del dandismo
original, en el fondo, como una puta de diez pavos. Da igual. Por lo menos no
se pudrió en la fábrica, y en su chabola es un rey: si las normas no han sido
dictadas y hemos de crearlas de nuevo, podemos construir como queramos, guiándonos
por signos medio borrados, ensoñaciones, fotografías y deseos. Eso es una
grandeza, creo. El Rock&Roll ha sabido escapar de esa fealdad que odiamos
si no con inteligencia, al menos con un ímpetu soberbio, cargando contra los
cañones y obteniendo hermosas victorias pírricas.
Se puede tomar o no como ejemplo de algo.
Ustedes sabrán.
Pero volvamos a la cueva, para terminar, ya que decíamos que ni
el dandi ni el artista están lejos del ermitaño. Dice Scaraffia del primero que
es “una especie de irónico santo, un eremita mundano, un mártir de lujo”. No es
desdeñable que, en uno de los finales posible, la sublimación de todo el
sinsentido sean un artista o un dandi que hayan conseguido finalmente
prescindir del público. O bien que ejerzan el arte y el dandismo a través del
terror.
De los dos ha habido, me soplan por ahí. ¿Quiénes fueron? ¿Era
San Francisco de Asís un dandi entre los lobos y los pájaros que eran sus
conciudadanos? ¿Era Saint Just un santo o un artista, quizá?
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