He usado una copa llena de agua para tirar la ceniza de mis
pitillos, estas tardes. Ha formado una bella imagen, con un gris ennegrecido
habitando el círculo perfecto del fondo y algunos detritos besando los bordes
del agua, arriba, allí donde esta se une con la porcelana. Dentro de un rato la
llevaré al fregadero y la lavaré, y habrá desaparecido. Aunque la veáis aquí,
no estará. Hay algo bello en lo efímero. Nuestro cultura lo sabe bien. Y hay
algo terrible en lo efímero. Nuestra cultura lo ha olvidado por completo.
Emily Dickinson, en la última carta que escribió a sus
primas, pocos días antes de morir, se permitió una última sorna cósmica. La
carta decía sólo esto:
“Primitas:
Me reclaman”.
En una carta anterior, escribió también esta frase críptica,
contradictoria y –quizá por ello- hermosa:
“Es reconfortante reconocer que somos provisionales
permanentes, aunque nada más sepamos”.
Al hilo de mi artículo de ayer: podríamos considerar a Emily
una eremita o, simplemente, una dandi que sublimó su impulso. Una dandi que ya
apenas necesitaba del público, y que lo había reducido conscientemente a lo
doméstico (sus primitas) y a lo eterno.
Las primas y lo eterno suelen estar muy a mano, esa es la
verdad.
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