VUELVA USTED MAÑANA

VUELVA USTED MAÑANA
Luis Boullosa (Madrid, 1975) es escritor, periodista y músico. Ha colaborado con medios diversos como Ruta 66, El Confidencial, eldiario.es o Fiat Lux, y dirige la revista musical Karate Press. Es autor de los ensayos culturales "El puño y la letra" (2013) y "Santos y francotiradores" (2016), ambos publicados por 66RPM Edicions, en los que analiza la relación entre literatura y música en el mundo anglosajón y español. Contacto: luisboullosam@gmail.com. Twitter: @LuisBoullosa Foto: Alberto R. Roldán.

martes, 12 de agosto de 2014

Si lo dejas a tiempo (periodismo y literatura)



El periodismo no tiene que ser perjudicial para la literatura, siempre que se abandone a tiempo. Leí en algún sitio que Hemingway había dicho eso. Si lo dijo, tenía razón. Otro tanto pasa con el alcoholismo. Por desgracia, ambas adicciones tienden a ser persistentes y difíciles de matar, y a ir de la mano.

Como tantos, he acabado siendo periodista por un empuje inicial equivocado, ese que te hace pensar: “a mí me gusta escribir y los periodistas viven de escribir”. Error. Los periodistas no viven de escribir, y miles de ellos demuestran eso a diario en todas las partes del mundo. Los periodistas viven, en el mejor de los casos, de investigar, y en el peor, el más abundante, de estarse quietecitos y cantar sin separarse de la manita de su amo. La literatura les es por lo general ajena, y no conozco muchos que sean buenos lectores. A más de uno, de hecho, el oficio le ha arruinado el arte.

Hunter S. Thompson -por poner de ejemplo al icono supuestamente indomable- no comió por escribir bien; comió –cuando lo hizo- por ser capaz de  enrolarse en un grupo de Ángeles del Infierno y por otra serie de cosas temerarias lindantes con la psicopatía, es decir, por echarle cojones, por contar el huracán desde dentro del huracán que es algo que a los burguesitos les excita. Al cabo, terminó por ser él mismo un personaje literario, y no de los mejores. Y una víctima.

Quitando esas ocasionales inmolaciones estéticas y gloriosas, esas cargas de la brigada ligera que todos alaban cuando ya de poco sirve, el periodismo es un siniestro barco negrero disfrazado de nave escuela recién pintada; una Bounty que ahoga sus motines en sangre y que se les vende a los incautos como un crucero “de aventura”: los cadetes embarcados rara vez intuyen ni un uno por ciento del ron, la sodomía y el látigo[i] que les espera detrás de la engolada bervorrea de los jerarcas. Debería servir, ese digno trabajo de contar lo que pasa y lo que no, para acercarnos a cotas mayores, para foguearnos en el estilo y en la vida (y en un estilo para la vida); debería servir para prepararnos para otros asaltos de más largo aliento, pero funciona casi al revés. En más de diez años en la profesión, cada intento de libertad, cada audacia en el relato, cada gramo de sinceridad que me he atrevido a concederle a la página, ha sido pagado de con meridiana exactitud con el ostracismo y el más puro desdén, que son dos de las caras del miedo de los otros. 

El periodismo actual crea esencialmente reses y sicarios. Dejó de ser, hace mucho, al menos en España, un complemento de la literatura, un hermano menor saltarín y descarado con el que se podía tener fiesta y tratos, si es que lo fue alguna vez. Tampoco era esperable lo contrario. Y quizá –convengamos en ello- el paraíso perdido no existió jamás. Basta con leer a AmbroseBierce para entender que hace cien o ciento cincuenta años la cosa no era esencialmente distinta. El final de “bitter” Bierce (Bierce el amargo, como le apodaban) es paradigmático: a nadie inteligente que haya pasado un par de décadas saltando de redacción en redacción le debe parecer del todo absurda o rara la idea, que Bierce tuvo y ejecutó, de suicidarse por omisión, enrolándose en una guerra civil extranjera. La podredumbre genera esos milagros, y luego, a veces, hay quien los novela, como en este caso Carlos Fuentes, que se encargó de Bierce en “Gringo Viejo”[ii].

Bajo tierra, en provincias

Así el percal, fue en el periodismo semi-underground donde  yo encontré el único hilo de luz que me ha dado la profesión. De 2003 a 2010, aproximadamente, escribí sobre música en la revista Ruta 66, un clásico de la crónica musical española que aún sigue en activo. Quienes ojeen hoy sus páginas, encontrarán un digno ejercicio de exhumación del Rock&Roll vetusto, pero cuando yo empecé a comprar la revista (sobre el 90, cuando tenía quince años) la cosa era bien distinta. Para un chaval de provincias que no encajaba en los patrones predeterminados, aquellas hojas grapadas que casi parecían un fanzine pero que mostraban otro rigor y otro fuste, otra ambición -aunque la misma chulería-, fueron esenciales. Visto con el tiempo, desde el carnal mundo de la madurez temprana, desde los hijos, las hipotecas y el buen sentido (cosas todas ellas de las que carezco por completo), la afirmación puede sonar estilizada y vana, pero fue así, y no lo puedo negar: aquellas páginas me salvaron, en gran parte, de las previsibles lacras que esperaban a un chaval hipersensible de provincias; de la cortedad de miras, el aburrimiento crónico y los rituales necrosados; de las puestas de largo, los cafés de media tarde y las charlas sobre el tiempo y el dinero. Cierto es que, por otro lado, me condenaron a penitencias que durarán toda la vida, articulando una resistencia intelectual que yo ejercía de manera puramente instintiva, dándole a mi rabia algo de cimiento y de dirección, y prefigurando una táctica de guerrillas cultural que sería para siempre la mía y un rechazo al boato y a las servidumbres que constituye la primera decisión política de un escritor que se respete a sí mismo.

Parte de eso, creo –lo descubriría más tarde- provenía directamente de Jaime Gonzalo, una de las dos cabezas pensantes del Ruta de entonces y acaso el mejor crítico de Rock que ha dado España, ya no por su conocimiento indudable o por su pluma “literaria”, sino, sobre todo, por su visceral mala leche, su consustancial incomodidad con el mundo, su estado de perpetua guerra. Su visión se me contagió y me hizo ver las cosas de una manera más belicosa, menos acomodaticia, una manera que me ha traído sin duda problemas, pero que me ha dado, también, gran parte del aliento que tengo como escritor, sea cual sea su longitud. En mi panteón de influencias literarias iniciáticas, junto con Stevenson, con Miller, con Dickinson, está aquel ruta primigenio que confundía gloriosamente información, mito, poesía de batalla y desgarro punk, y allí publiqué, creo que en 2004, el que fue, probablemente, el más literario –no el mejor- de mis textos sobre música, un artículo sobre la obra de Leonard Cohen desde el incontestable “I’m your man” hasta el prescindible “Dear Heather” que titulé “Zen y el arte del mantenimiento de la erección”. También un par de artículos que aún considero aceptables sobre bandas necesarias para respirar como Hüsker Dü, The Jacobites o The Pogues.

Pero fueron ráfagas de luz momentáneas dentro de un día a día mortecino. La realidad periodística, el día a día de sus tasas y sus genuflexiones, está muy, muy lejos de una vida libre. No pocos de los que nos embarcamos en ella hemos acabado igual: quemados por la estupidez general y el pensamiento bipolar, abocados a las deudas perpetuas, desencantados y deseando haber hecho caso a aquel profesor que un día, abriendo el curso, nos dijo: “Estáis a tiempo de no entrar en esta profesión de mierda”. Nos reímos, pensando que era una gracia.

En la carestía, en eso es en lo que se parece el buen periodismo a la buena literatura. Lean ustedes los volúmenes de cartas de Hunter S. Thompson y de Edgar Poe, dos personajes con ocasionales parecidos, y no encontrarán teorías sobre la vida ni declaraciones de amor o de guerra. Encontrarán peticiones de auxilio y facturas sin pagar.

Quizá por eso entre los escritores/periodistas de valor, el tono más habitual está constituido por una mezcla de épica y desencanto. La épica son los restos del naufragio del niño, y el desencanto la realidad del día. Si de ahí puede salir algo más, una tercera vía abrigada pero audaz, es una pregunta excelente que no sé contestar.

Yo, cuando tengo un día de resaca en exceso sentimental y siento que lo malo me inunda, y quiero reconciliarme con la profesión, cuando siento la necesidad de darme cuenta de que a veces el milagro sucede, me leo algún ejemplar antiguo del Ruta, o alguna frase de Bierce, o recuerdo que algunas grandes novelas se dieron, por entregas, en periódicos, o me refugio en viejos fanzines, algunos redactados por mí, en los que se condensa todo lo bueno que había y que las gacetillas y los panfletos nos han extirpado: la vitalidad, la penetración, la furia ciega de la verdad, el espíritu punk que le liman a uno a hachazos en cuanto empieza a firmar en medios respetables. Los medios respetables, eso debería explicarse en las facultades, son siempre los menos respetables de los medios. Los entornos decentes son siempre los más corruptos. Los ladrones son siempre mejores que la policía. O como ladraba Robe Iniesta, tomando prestados los versos de Manolo Chinato, ese poeta rupestre y único: “ahora prefiero ser un indio/que un importante abogado”.

En último término, si lo demás no funciona, saco de la estantería esas dos prodigiosas recopilaciones de artículos de prensa de Alvaro Cunqueiro que vieron la luz como “Fabulas y leyendas de la mar” y “De tesoros y otras magias”. Pocas veces las exigencias del periodismo fueron manejadas tan bien, engañadas tan bien, para crear espejismos luminosos y aguas calmadas; pocas veces la divagación cuajó en arte de manera tan meridiana, con ese nosequé de despreocupación y esa pizca de burlona seriedad que convirtió al mindoniense en único en su especie. Me calman profundamente, lo que ya es mucho, a día de hoy. Y me dan algo de espacio para trabajar. Y para vivir.




[i] “Rum, sodomy and the lash”, título de un glorioso disco de The Pogues que es en sí mismo literatura de la buena y que está a su vez tomado de una frase atribuida común y falsamente a Winston Churchill: “Las únicas tradiciones de la marina real son el ron, la sodomía y el látigo”. Al parecer la dijo su asistente, Anthony Montague-Browne, y su origen está en un viejo refrán marinero.

[ii] Las únicas noticias existentes que quizá aludan a Bierce y a su muerte se contienen en un informe sobre el sitio de Ojinaga que cita la Enciclopedia Británica y en el que se consigna la muerte de “un gringo viejo”

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