El periodismo no tiene que ser perjudicial para la literatura, siempre que se abandone a tiempo. Leí en algún sitio que Hemingway había dicho eso. Si lo dijo, tenía razón. Otro tanto pasa con el alcoholismo. Por desgracia, ambas adicciones tienden a ser persistentes y difíciles de matar, y a ir de la mano.
Como tantos, he acabado
siendo periodista por un empuje inicial equivocado, ese que te hace pensar: “a
mí me gusta escribir y los periodistas viven de escribir”. Error. Los
periodistas no viven de escribir, y miles de ellos demuestran eso a diario en
todas las partes del mundo. Los periodistas viven, en el mejor de los casos, de
investigar, y en el peor, el más abundante, de estarse quietecitos y cantar sin
separarse de la manita de su amo. La literatura les es por lo general ajena, y
no conozco muchos que sean buenos lectores. A más de uno, de hecho, el oficio
le ha arruinado el arte.
Hunter S. Thompson -por poner de ejemplo al icono supuestamente indomable- no comió por escribir
bien; comió –cuando lo hizo- por ser capaz de
enrolarse en un grupo de Ángeles del Infierno y por otra serie de cosas
temerarias lindantes con la psicopatía, es decir, por echarle cojones, por
contar el huracán desde dentro del huracán que es algo que a los burguesitos
les excita. Al cabo, terminó por ser él mismo un personaje literario, y no de
los mejores. Y una víctima.
Quitando esas
ocasionales inmolaciones estéticas y gloriosas, esas cargas de la brigada
ligera que todos alaban cuando ya de poco sirve, el periodismo es un siniestro barco
negrero disfrazado de nave escuela recién pintada; una Bounty que ahoga sus
motines en sangre y que se les vende a los incautos como un crucero “de
aventura”: los cadetes embarcados rara vez intuyen ni un uno por ciento del
ron, la sodomía y el látigo[i]
que les espera detrás de la engolada bervorrea de los jerarcas. Debería servir,
ese digno trabajo de contar lo que pasa y lo que no, para acercarnos a cotas
mayores, para foguearnos en el estilo y en la vida (y en un estilo para la
vida); debería servir para prepararnos para otros asaltos de más largo aliento,
pero funciona casi al revés. En más de diez años en la profesión, cada intento
de libertad, cada audacia en el relato, cada gramo de sinceridad que me he
atrevido a concederle a la página, ha sido pagado de con meridiana exactitud
con el ostracismo y el más puro desdén, que son dos de las caras del miedo de
los otros.
El periodismo actual crea esencialmente reses y sicarios. Dejó de
ser, hace mucho, al menos en España, un complemento de la literatura, un
hermano menor saltarín y descarado con el que se podía tener fiesta y tratos,
si es que lo fue alguna vez. Tampoco era esperable lo contrario. Y quizá –convengamos
en ello- el paraíso perdido no existió jamás. Basta con leer a AmbroseBierce para entender que hace cien o ciento cincuenta años la cosa no era
esencialmente distinta. El final de “bitter” Bierce (Bierce el amargo, como le
apodaban) es paradigmático: a nadie inteligente que haya pasado un par de
décadas saltando de redacción en redacción le debe parecer del todo absurda o
rara la idea, que Bierce tuvo y ejecutó, de suicidarse por omisión, enrolándose
en una guerra civil extranjera. La podredumbre genera esos milagros, y luego, a
veces, hay quien los novela, como en este caso Carlos Fuentes, que se encargó
de Bierce en “Gringo Viejo”[ii].
Bajo
tierra, en provincias
Así el percal, fue en
el periodismo semi-underground donde yo encontré
el único hilo de luz que me ha dado la profesión. De 2003 a 2010, aproximadamente,
escribí sobre música en la revista Ruta 66, un clásico de la crónica musical
española que aún sigue en activo. Quienes ojeen hoy sus páginas, encontrarán un
digno ejercicio de exhumación del Rock&Roll vetusto, pero cuando yo empecé
a comprar la revista (sobre el 90, cuando tenía quince años) la cosa era bien
distinta. Para un chaval de provincias que no encajaba en los patrones
predeterminados, aquellas hojas grapadas que casi parecían un fanzine pero que
mostraban otro rigor y otro fuste, otra ambición -aunque la misma chulería-,
fueron esenciales. Visto con el tiempo, desde el carnal mundo de la madurez
temprana, desde los hijos, las hipotecas y el buen sentido (cosas todas ellas
de las que carezco por completo), la afirmación puede sonar estilizada y vana,
pero fue así, y no lo puedo negar: aquellas páginas me salvaron, en gran parte,
de las previsibles lacras que esperaban a un chaval hipersensible de provincias;
de la cortedad de miras, el aburrimiento crónico y los rituales necrosados; de
las puestas de largo, los cafés de media tarde y las charlas sobre el tiempo y
el dinero. Cierto es que, por otro lado, me condenaron a penitencias que
durarán toda la vida, articulando una resistencia intelectual que yo ejercía de
manera puramente instintiva, dándole a mi rabia algo de cimiento y de
dirección, y prefigurando una táctica de guerrillas cultural que sería para
siempre la mía y un rechazo al boato y a las servidumbres que constituye la
primera decisión política de un escritor que se respete a sí mismo.
Parte de eso, creo –lo
descubriría más tarde- provenía directamente de Jaime Gonzalo,
una de las dos cabezas pensantes del Ruta de entonces y acaso el mejor crítico
de Rock que ha dado España, ya no por su conocimiento indudable o por su pluma
“literaria”, sino, sobre todo, por su visceral mala leche, su consustancial
incomodidad con el mundo, su estado de perpetua guerra. Su visión se me
contagió y me hizo ver las cosas de una manera más belicosa, menos acomodaticia,
una manera que me ha traído sin duda problemas, pero que me ha dado, también, gran
parte del aliento que tengo como escritor, sea cual sea su longitud. En mi
panteón de influencias literarias iniciáticas, junto con Stevenson, con Miller,
con Dickinson, está aquel ruta primigenio que confundía gloriosamente
información, mito, poesía de batalla y desgarro punk, y allí publiqué, creo que
en 2004, el que fue, probablemente, el más literario –no el mejor- de mis
textos sobre música, un artículo sobre la obra de Leonard Cohen desde el
incontestable “I’m your man” hasta el prescindible “Dear Heather” que titulé
“Zen y el arte del mantenimiento de la erección”. También un par de artículos
que aún considero aceptables sobre bandas necesarias para respirar como Hüsker
Dü, The Jacobites o The Pogues.
Pero fueron ráfagas de
luz momentáneas dentro de un día a día mortecino. La realidad periodística, el
día a día de sus tasas y sus genuflexiones, está muy, muy lejos de una vida
libre. No pocos de los que nos embarcamos en ella hemos acabado igual: quemados
por la estupidez general y el pensamiento bipolar, abocados a las deudas perpetuas,
desencantados y deseando haber hecho caso a aquel profesor que un día, abriendo
el curso, nos dijo: “Estáis a tiempo de no entrar en esta profesión de mierda”.
Nos reímos, pensando que era una gracia.
En la carestía, en eso
es en lo que se parece el buen periodismo a la buena literatura. Lean ustedes
los volúmenes de cartas de Hunter S. Thompson y de Edgar Poe, dos personajes
con ocasionales parecidos, y no encontrarán teorías sobre la vida ni
declaraciones de amor o de guerra. Encontrarán peticiones de auxilio y facturas
sin pagar.
Quizá por eso entre los
escritores/periodistas de valor, el tono más habitual está constituido por una
mezcla de épica y desencanto. La épica son los restos del naufragio del niño, y
el desencanto la realidad del día. Si de ahí puede salir algo más, una tercera
vía abrigada pero audaz, es una pregunta excelente que no sé contestar.
Yo, cuando tengo un día
de resaca en exceso sentimental y siento que lo malo me inunda, y quiero
reconciliarme con la profesión, cuando siento la necesidad de darme cuenta de
que a veces el milagro sucede, me leo algún ejemplar antiguo del Ruta, o alguna
frase de Bierce, o recuerdo que algunas grandes novelas se dieron, por
entregas, en periódicos, o me refugio en viejos fanzines, algunos redactados
por mí, en los que se condensa todo lo bueno que había y que las gacetillas y
los panfletos nos han extirpado: la vitalidad, la penetración, la furia ciega
de la verdad, el espíritu punk que le liman a uno a hachazos en cuanto empieza
a firmar en medios respetables. Los medios respetables, eso debería explicarse
en las facultades, son siempre los menos respetables de los medios. Los
entornos decentes son siempre los más corruptos. Los ladrones son siempre mejores
que la policía. O como ladraba Robe Iniesta,
tomando prestados los versos de Manolo Chinato,
ese poeta rupestre y único: “ahora prefiero ser un indio/que un importante
abogado”.
En último término, si
lo demás no funciona, saco de la estantería esas dos prodigiosas recopilaciones
de artículos de prensa de Alvaro Cunqueiro que vieron la luz como “Fabulas y leyendas de la mar” y “De tesoros y otras
magias”. Pocas veces las exigencias del periodismo fueron manejadas tan bien,
engañadas tan bien, para crear espejismos luminosos y aguas calmadas; pocas
veces la divagación cuajó en arte de manera tan meridiana, con ese nosequé de
despreocupación y esa pizca de burlona seriedad que convirtió al mindoniense en
único en su especie. Me calman profundamente, lo que ya es mucho, a día de hoy.
Y me dan algo de espacio para trabajar. Y para vivir.
[i] “Rum,
sodomy and the lash”, título de un glorioso disco de The Pogues que es en sí
mismo literatura de la buena y que está a su vez tomado de una frase atribuida
común y falsamente a Winston Churchill: “Las únicas tradiciones de la marina
real son el ron, la sodomía y el látigo”. Al parecer la dijo su asistente,
Anthony Montague-Browne, y su origen está en un viejo refrán marinero.
[ii] Las
únicas noticias existentes que quizá aludan a Bierce y a su muerte se contienen
en un informe sobre el sitio de Ojinaga que cita la Enciclopedia Británica y en
el que se consigna la muerte de “un gringo viejo”
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