VUELVA USTED MAÑANA

VUELVA USTED MAÑANA
Luis Boullosa (Madrid, 1975) es escritor, periodista y músico. Ha colaborado con medios diversos como Ruta 66, El Confidencial, eldiario.es o Fiat Lux, y dirige la revista musical Karate Press. Es autor de los ensayos culturales "El puño y la letra" (2013) y "Santos y francotiradores" (2016), ambos publicados por 66RPM Edicions, en los que analiza la relación entre literatura y música en el mundo anglosajón y español. Contacto: luisboullosam@gmail.com. Twitter: @LuisBoullosa Foto: Alberto R. Roldán.
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viernes, 11 de mayo de 2018

El taller, la patria y otras preguntas sin contestar

(Escribí este texto para una revista que ahora no recuerdo por encargo de mi buen amigo Aser Álvarez, que había estrenado poco antes el fantástico documental sobre Francisco Leiro "Sísifo Confuso" y que aportó las entrevistas realizadas durante tal proceso. Hoy he encontrado el texto entre el montón de morralla digital de mi escritorio. Aquí queda. Previamente había escrito otro en la misma dirección, para Frontera D, que se puede encontrar AQUÍ)


El que pregunta se arriesga a un sinnúmero de cosas, y el conocimiento no es la más inofensiva. Se arriesga, por ejemplo, a que le contesten. Y se arriesga a que no lo hagan. Son esos, quizá, los dos problemas clásicos de quien entrevista a un artista, no los únicos. El primero, encontrarse con un discurso teórico demasiado elaborado, que el interrogado ya se ha repetido mil veces a sí mismo hasta despojarlo de sentido; un relato de los propios motivos que de puro sólido no deja pasar la luz de lo cierto. El segundo, su opuesto: encontrarse con ese creador hosco, huidizo, que ha decidido hace tiempo que prefiere callar, no por falta de reflexión sino por otras razones, y dejar que la obra hable. Sólo la obra. Leiro es un ejemplo pluscuamperfecto de este segundo obstáculo como se puede observar con pétrea nitidez en “Sísifo Confuso”, el documental en el que Aser Álvarez ha sabido retratar a escultor arosano (Cambados, 1957) en la plenitud de su trabajo.

“¿Qué puede decir de un poema el que lo ha escrito?”, se preguntaba el escritor portugués Alberto Torga: “Todo lo que tenía que decir, lo dijo en él, al hacerlo”. Y sin, embargo, paradoja, ahí está la frase escrita en sus esenciales “Diarios”, como testigo de que el mismo afrontó esa pregunta, tan de periodista. Oh, sí, los periodistas son una plaga. Es intolerable, no nos dejan trabajar. Leiro es, pues, de la estirpe de Torga (o de la estirpe de esa frase de Torga, al menos), y  muy tópicamente gallego, si se quiere: ante la pregunta directa recula y caracolea como una montura ante un rayo; se disuelve en un charco de vaguedad que hay que arañar luego con lupa para llegar a conclusiones: “¿Qué es la arte para mí? El arte, Dios mío, qué cosa más difícil, no lo sé… Para mí el arte es una cosa abierta, una cosa muy amplia, no tengo tampoco una idea muy clara de lo que quiero hacer. Para mí el arte es aquello que buscas y nunca encuentras, porque no sabes dónde está. Eso es el arte”.

La respuesta, quizá la más larga del artista en todo el metraje, abre “Sísifo”. Y bien está ahí, para dejar claro que, ante el enroque, el documental tiene que tirar por otro camino. El esfuerzo de Aser Alvarez triunfa, en consecuencia, por su elección de la imagen frente a la palabra; por una narrativa cuasi táctil que entrega lo artesanal de Leiro al espectador en todo su esplendor: el gran festín visual de la lucha por la forma. Ese necesario proceso de amputación dejó (fuera) otras palabras, claro. Palabras que observar de cerca. Agrupémoslas por temas y hagamos una paraentrevista difícil, anómala, que pueda ser la raíz de preguntas futuras. Quizá sea útil para otro periodista, si Leiro vuelve un día a bajar la Guardia. Pero no explicitaremos esas preguntas futuras, deberían ser obvias, caer por su peso, igual que la obra.

Arosa, capital Santiago. Galicia, capital Madrid.

Decía el clásico poema de Kavafis “La Ciudad”, en suma, que igual que uno desperdicia su vida en Cambados la ha desperdiciado en Santiago, Madrid o Nueva York. Cierto, quizá, cuando la mudanza obedece a una fuga. Menos cierto cuando obedece a un ansia natural de crecimiento. Una pregunta hecha de modo recurrente a los artistas (o debería de serlo) es la de la influencia del entorno en la obra, y en cierto modo, el mismo documental “Sísifo Confuso” responde a ella al situar cada una de sus partes en uno de los lugares donde el escultor, a modo de círculo, ejecuta su proceso: Cambados, Madrid y Nueva York, precisamente. Leiro, nacido en un pueblo pequeño y “deitado ao sol/a beira do mar”, dentro de una provincia periférica, pareció entender rápido lo que decía Lou Reed recordando la infancia de Andy Warhol: “cuando has nacido en un pueblo pequeño lo único que sabes es que tienes que largarte de allí”. Aunque fuese para volver. Su visión pronto estuvo en otro lugar. “Santiago é para mín moi importante, antes de que houbera outras universidades estaba Santiago”, reconoce sobre la ciudad donde trabó conocimiento con los representantes locales de los movimientos surrealistas (Méndez, Anselmo). “Os de Arousa somos Santiagueses”, resume, “eramos da provincia de Santiago, era a nosa cidade. O mestre mateo facía o papel de Bellas artes”.

Santiago se quedó naturalmente pequeño, en algún punto: “Nun principio quería ir a Barcelona, pero despisteime no camino e vin a Madrid”, comenta con esa sorna algo inocente suya: “Madrid é a capital  de Galicia”. Tras esa compleja verdad a bocajarro, Leiro esboza después dos encuentros esenciales con la riquísima diáspora cultural galaica en El Foro: “Laxeiro vivía en Madrid  e tiña tertulias no Gijón. A Celso Emilio coñecino alí a través de  un Galeguista, Sueiro, que convidoume a unha exposición colectiva no Toisón de Oro. No seu despacho había sempre alguen. Estiven tomando viños con él. Eu tiña 18 ou 19 anos. Cando o coñecín eu ía con zocos pola galería”.

Pero Madrid se queda pequeña, también: “Fun a NY fun cunha beca. A galería Marlborough xa coñecía a miña obra”. La colaboración duraría desde el 89 hasta hoy, y ayudaría sin duda a convertirlo en uno de los artistas gallegos de más renombre, concediéndole “una infraestructura que necesitaba. Se non fose así houberame costado traballo entrar en NY”.


Precocidad y estajanovismo

Las cosas han cambiado, claro. “Hoxe podería estar traballando en calquera sitio”, reconoce, “non é necesario facelo nunha cidade como antes”. Una suerte doble –la del éxito y la del cambio de los tiempos- que le ha permitido tener sede en cambados, Madrid y NY sin dejar de considerar que su patria es el taller: “Vivo no taller”. Una declaración que refleja la ética proletaria simple que unifica sus distintos procesos: “un día normal meu é coma o de calquer traballador, Horario laboral regular. ¿Que diferencia hai entre un traballador e un artista?”.

A ese planteamiento estajanovista hay que unir una visión precoz de los propios deseos. “Eu xa fun a Santiago querendo ser escultor”, dice, reconociendo que el poso y la curiosidad iniciales  los adquirió a borde de mar: “Cambados é un pobo histórico, Valle Inclan, Cabanillas, Asorey que era amigo do irmán dun tío... Tamén na casa había ambente artístico…”. Todo daría frutos pronto: “No ano 75 fixen a 1ª exposición en Cambados e outra en Pontevedra. Estábame formando e xa facía exposicións”. De esa época data ya la relación de trabajo a caballo entre ciudades de la que hablábamos: “En Madrid remato o traballo que empezó en Cambados, onde xa teño feito a fase mais complicada. En Cambados traballo con axudantes, en Madrid, en solitario. En NY boto tempadas de un ou dous meses, desconecto do traballo de España. Alí teño mais concentración”.

Dibujo y reflexión, elementos externos.

En todo ese tráfago de creación, montaje de exposiciones, viajes, concentración y mutismo fructífero, el documental de Álvarez logra fijar con claridad entre otros un elemento que un ojo menos atento hubiesen dejado pasar: el dibujo. Una disciplina que le sirve a Leiro de manera doble. Pragmáticamente, para decidir el montaje estratégico de sus exposiciones de gran formato, estructuradas en cierto modo para facilitar un peregrinaje (piensa el periodista, pasándose de listo): “fago debuxos. Para a exposición “Purgatorio” calculei as esculturas para o tamaño da galería. Todos os espazos son limitados aunque o astral é infinito. A Galería Marlborouguh é o mellor espacio comercial de Madrid. Pero ten as medidas que ten”. En su segunda vertiente, el dibujo es un proceso automático de destilado heredado del surrealismo: “o debuxo é como un diario. Debuxo todolos días como un exercicio, cando atopas algo que gusta, que che sale, estupendo. E debuxo automático”. ¿Es el dibujo un modo de reflexionar?

“A min cando me entrevistan nunca sei que dicir porque para min a arte é unha cousa moi ampla, unha cousa aberta. Tampouco teño unha idea moi clara do que quero facer”, argumenta Leiro. “Pero se non reflexiono sobre o que fago sería unha merda, o que pasa e que non me gusta teorizar, non teño tempo, porque me preguntan as mismas cousas que xa me preguntou a de onte”.

Véase que aquí la clave no está ya en esa vaguedad “abierta” de la concepción artística, sino en el reconocimiento de que sin la reflexión, la obra no existe. Es sólo que no se nos quiere dar la reflexión, sino la obra. Es sólo que el making off es un invento moderno y Leiro trabaja según patrones clásicos.

Valle y Dickinson: el poema

Es Leiro un escultor, igual que el documental que lo retrata, prodigioso, pero al contrario que este, poco modesto. Hay algo en él de la soberbia de los tímidos. Lo afirmo como un halago. Algo que dice “No estoy aquí para que me hagan perder el tiempo, porque tengo cosas más importantes que hacer”. Ese considerar que la obra es de importancia extrema, acaso lo único importante que existe, esa necesaria vanidad del que crea, crea la silueta de aquello que tenga de grande y se transluce con claridad en su obra. Está la nobleza de lo cercano, sin duda, pero lo cercano ha sido elegido entre lo noble, lo primigenio, lo esencial: la vastedad y bastedad de la piedra y la madera. Está lo igualmente cercano de los temas, pero también sus evidentes resonancias míticas y su escenografía, nunca mejor dicho, “con peso”. Claro que… ¿hay algo más cercano que el mito (se pregunta el periodista, pasándose de listo de nuevo).

Inevitablemente -permítanme que cierre con una frivolité con sentido-, como he sido criado en el Rock&Roll y no en la escultura, ante Leiro siempre se me viene a la cabeza otro creador al que probablemente él no conoce (quizá se hayan cruzado en una pescadería de NY, sin saberse hermanos secretos): J Macis. Al líder de la banda de rock Dinosaur Jr lo aqueja esa misma timidez desdeñosa, ese mismo carácter estajanovista y obsesivo y un similar talento para trabajar sobre bloques de materia en bruto: aunque en su caso sea el ruido, y no la piedra, la diferencia es idealmente mínima. Además, igual que Leiro, el americano viene de pueblo pequeño con artistas grandes (Valle, digamos, en Cambados, Emily Dickinson, pongamos, en Amherst, Massachussets). Dice el gallego que siempre le gustó en la escultura “o aire de desmaio, como si estivera xiada, como unha fotografía”. Y en eso también coinciden.
En el silencio hacia el exterior y en el desbastado de la materia teóricamente indomable hasta esa polaroid, son el mismo hombre: el que se acerca esforzadamente hasta conseguir ese momento detenido que acerca las artes menos místicas a la fluidez estática del poema.
 

martes, 12 de agosto de 2014

Si lo dejas a tiempo (periodismo y literatura)



El periodismo no tiene que ser perjudicial para la literatura, siempre que se abandone a tiempo. Leí en algún sitio que Hemingway había dicho eso. Si lo dijo, tenía razón. Otro tanto pasa con el alcoholismo. Por desgracia, ambas adicciones tienden a ser persistentes y difíciles de matar, y a ir de la mano.

Como tantos, he acabado siendo periodista por un empuje inicial equivocado, ese que te hace pensar: “a mí me gusta escribir y los periodistas viven de escribir”. Error. Los periodistas no viven de escribir, y miles de ellos demuestran eso a diario en todas las partes del mundo. Los periodistas viven, en el mejor de los casos, de investigar, y en el peor, el más abundante, de estarse quietecitos y cantar sin separarse de la manita de su amo. La literatura les es por lo general ajena, y no conozco muchos que sean buenos lectores. A más de uno, de hecho, el oficio le ha arruinado el arte.

Hunter S. Thompson -por poner de ejemplo al icono supuestamente indomable- no comió por escribir bien; comió –cuando lo hizo- por ser capaz de  enrolarse en un grupo de Ángeles del Infierno y por otra serie de cosas temerarias lindantes con la psicopatía, es decir, por echarle cojones, por contar el huracán desde dentro del huracán que es algo que a los burguesitos les excita. Al cabo, terminó por ser él mismo un personaje literario, y no de los mejores. Y una víctima.

Quitando esas ocasionales inmolaciones estéticas y gloriosas, esas cargas de la brigada ligera que todos alaban cuando ya de poco sirve, el periodismo es un siniestro barco negrero disfrazado de nave escuela recién pintada; una Bounty que ahoga sus motines en sangre y que se les vende a los incautos como un crucero “de aventura”: los cadetes embarcados rara vez intuyen ni un uno por ciento del ron, la sodomía y el látigo[i] que les espera detrás de la engolada bervorrea de los jerarcas. Debería servir, ese digno trabajo de contar lo que pasa y lo que no, para acercarnos a cotas mayores, para foguearnos en el estilo y en la vida (y en un estilo para la vida); debería servir para prepararnos para otros asaltos de más largo aliento, pero funciona casi al revés. En más de diez años en la profesión, cada intento de libertad, cada audacia en el relato, cada gramo de sinceridad que me he atrevido a concederle a la página, ha sido pagado de con meridiana exactitud con el ostracismo y el más puro desdén, que son dos de las caras del miedo de los otros. 

El periodismo actual crea esencialmente reses y sicarios. Dejó de ser, hace mucho, al menos en España, un complemento de la literatura, un hermano menor saltarín y descarado con el que se podía tener fiesta y tratos, si es que lo fue alguna vez. Tampoco era esperable lo contrario. Y quizá –convengamos en ello- el paraíso perdido no existió jamás. Basta con leer a AmbroseBierce para entender que hace cien o ciento cincuenta años la cosa no era esencialmente distinta. El final de “bitter” Bierce (Bierce el amargo, como le apodaban) es paradigmático: a nadie inteligente que haya pasado un par de décadas saltando de redacción en redacción le debe parecer del todo absurda o rara la idea, que Bierce tuvo y ejecutó, de suicidarse por omisión, enrolándose en una guerra civil extranjera. La podredumbre genera esos milagros, y luego, a veces, hay quien los novela, como en este caso Carlos Fuentes, que se encargó de Bierce en “Gringo Viejo”[ii].

Bajo tierra, en provincias

Así el percal, fue en el periodismo semi-underground donde  yo encontré el único hilo de luz que me ha dado la profesión. De 2003 a 2010, aproximadamente, escribí sobre música en la revista Ruta 66, un clásico de la crónica musical española que aún sigue en activo. Quienes ojeen hoy sus páginas, encontrarán un digno ejercicio de exhumación del Rock&Roll vetusto, pero cuando yo empecé a comprar la revista (sobre el 90, cuando tenía quince años) la cosa era bien distinta. Para un chaval de provincias que no encajaba en los patrones predeterminados, aquellas hojas grapadas que casi parecían un fanzine pero que mostraban otro rigor y otro fuste, otra ambición -aunque la misma chulería-, fueron esenciales. Visto con el tiempo, desde el carnal mundo de la madurez temprana, desde los hijos, las hipotecas y el buen sentido (cosas todas ellas de las que carezco por completo), la afirmación puede sonar estilizada y vana, pero fue así, y no lo puedo negar: aquellas páginas me salvaron, en gran parte, de las previsibles lacras que esperaban a un chaval hipersensible de provincias; de la cortedad de miras, el aburrimiento crónico y los rituales necrosados; de las puestas de largo, los cafés de media tarde y las charlas sobre el tiempo y el dinero. Cierto es que, por otro lado, me condenaron a penitencias que durarán toda la vida, articulando una resistencia intelectual que yo ejercía de manera puramente instintiva, dándole a mi rabia algo de cimiento y de dirección, y prefigurando una táctica de guerrillas cultural que sería para siempre la mía y un rechazo al boato y a las servidumbres que constituye la primera decisión política de un escritor que se respete a sí mismo.

Parte de eso, creo –lo descubriría más tarde- provenía directamente de Jaime Gonzalo, una de las dos cabezas pensantes del Ruta de entonces y acaso el mejor crítico de Rock que ha dado España, ya no por su conocimiento indudable o por su pluma “literaria”, sino, sobre todo, por su visceral mala leche, su consustancial incomodidad con el mundo, su estado de perpetua guerra. Su visión se me contagió y me hizo ver las cosas de una manera más belicosa, menos acomodaticia, una manera que me ha traído sin duda problemas, pero que me ha dado, también, gran parte del aliento que tengo como escritor, sea cual sea su longitud. En mi panteón de influencias literarias iniciáticas, junto con Stevenson, con Miller, con Dickinson, está aquel ruta primigenio que confundía gloriosamente información, mito, poesía de batalla y desgarro punk, y allí publiqué, creo que en 2004, el que fue, probablemente, el más literario –no el mejor- de mis textos sobre música, un artículo sobre la obra de Leonard Cohen desde el incontestable “I’m your man” hasta el prescindible “Dear Heather” que titulé “Zen y el arte del mantenimiento de la erección”. También un par de artículos que aún considero aceptables sobre bandas necesarias para respirar como Hüsker Dü, The Jacobites o The Pogues.

Pero fueron ráfagas de luz momentáneas dentro de un día a día mortecino. La realidad periodística, el día a día de sus tasas y sus genuflexiones, está muy, muy lejos de una vida libre. No pocos de los que nos embarcamos en ella hemos acabado igual: quemados por la estupidez general y el pensamiento bipolar, abocados a las deudas perpetuas, desencantados y deseando haber hecho caso a aquel profesor que un día, abriendo el curso, nos dijo: “Estáis a tiempo de no entrar en esta profesión de mierda”. Nos reímos, pensando que era una gracia.

En la carestía, en eso es en lo que se parece el buen periodismo a la buena literatura. Lean ustedes los volúmenes de cartas de Hunter S. Thompson y de Edgar Poe, dos personajes con ocasionales parecidos, y no encontrarán teorías sobre la vida ni declaraciones de amor o de guerra. Encontrarán peticiones de auxilio y facturas sin pagar.

Quizá por eso entre los escritores/periodistas de valor, el tono más habitual está constituido por una mezcla de épica y desencanto. La épica son los restos del naufragio del niño, y el desencanto la realidad del día. Si de ahí puede salir algo más, una tercera vía abrigada pero audaz, es una pregunta excelente que no sé contestar.

Yo, cuando tengo un día de resaca en exceso sentimental y siento que lo malo me inunda, y quiero reconciliarme con la profesión, cuando siento la necesidad de darme cuenta de que a veces el milagro sucede, me leo algún ejemplar antiguo del Ruta, o alguna frase de Bierce, o recuerdo que algunas grandes novelas se dieron, por entregas, en periódicos, o me refugio en viejos fanzines, algunos redactados por mí, en los que se condensa todo lo bueno que había y que las gacetillas y los panfletos nos han extirpado: la vitalidad, la penetración, la furia ciega de la verdad, el espíritu punk que le liman a uno a hachazos en cuanto empieza a firmar en medios respetables. Los medios respetables, eso debería explicarse en las facultades, son siempre los menos respetables de los medios. Los entornos decentes son siempre los más corruptos. Los ladrones son siempre mejores que la policía. O como ladraba Robe Iniesta, tomando prestados los versos de Manolo Chinato, ese poeta rupestre y único: “ahora prefiero ser un indio/que un importante abogado”.

En último término, si lo demás no funciona, saco de la estantería esas dos prodigiosas recopilaciones de artículos de prensa de Alvaro Cunqueiro que vieron la luz como “Fabulas y leyendas de la mar” y “De tesoros y otras magias”. Pocas veces las exigencias del periodismo fueron manejadas tan bien, engañadas tan bien, para crear espejismos luminosos y aguas calmadas; pocas veces la divagación cuajó en arte de manera tan meridiana, con ese nosequé de despreocupación y esa pizca de burlona seriedad que convirtió al mindoniense en único en su especie. Me calman profundamente, lo que ya es mucho, a día de hoy. Y me dan algo de espacio para trabajar. Y para vivir.




[i] “Rum, sodomy and the lash”, título de un glorioso disco de The Pogues que es en sí mismo literatura de la buena y que está a su vez tomado de una frase atribuida común y falsamente a Winston Churchill: “Las únicas tradiciones de la marina real son el ron, la sodomía y el látigo”. Al parecer la dijo su asistente, Anthony Montague-Browne, y su origen está en un viejo refrán marinero.

[ii] Las únicas noticias existentes que quizá aludan a Bierce y a su muerte se contienen en un informe sobre el sitio de Ojinaga que cita la Enciclopedia Británica y en el que se consigna la muerte de “un gringo viejo”