-Señor Boullosa, dice
una voz de mujer en la megafonía del aeropuerto.
-Señor Boullosa, debe
entregar usted su columna semanal en la terminal literaria más próxima.
Joder.
-Señor Boullosa, por
favor, ha tenido usted al menos cinco ideas brillantes para esa columna en los
últimos tres días…
Ni de coña.
-…y no ha hecho más que
dormir.
O las habré olvidado.
Luego sólo ruido de
estática.
Una mujer negra, muy
bella, pasa frente a mí, mirando a las pantallas.
Joder.
Recurramos a un tema de
candente actualidad, no se me ocurre nada más. Esto… ¿Por qué me gustan los libros
que me gustan desde siempre?
Posibilidades: porque
mi padre los trajo hasta mí. A veces pienso que mi padre, registrador de la
propiedad, fue el que inoculó en mí el germen contracultural. Sería una
paradoja genial. Sería un sabotaje desde dentro del templo, pero he visto cosas
más raras.
Hay alguna posibilidad
más, pero me da pereza internarme tanto.
Mi padre me recomendó a
Henry Miller, a Leonard Cohen y a Edgar Morin, y…
Eso es.
Hablemos de eso.
Hablemos de mi fijación
con Edgar Morin.
Lo cito siempre que
puedo, lo nombro sin venir a cuento, llevo tiempo intentando explicármelo: ¿Qué
me pasa, doctor? En realidad, seamos honestos, no es exactamente una fijación
con ese señor francés ya nonagenario, aún lúcido. No es lo que parece. Lo puedo
explicar. Yo sólo he leído dos libros de ese individuo, así que… se trata más
bien de una fijación con su “Diario de California”.
¿Por qué nadie conoce Diario
de California?
¿O sucede sólo en mi
barrio?
Me hago esas preguntas
a menudo.
Pero centrémonos. Me
obsesiona –una obsesión MUY positiva- porque es un libro sobre la felicidad, y
porque la felicidad se puede masticar en su contenido, sus historias, su
estilo, su pulpa. Es como comer una naranja en la playa, un día de sol con algo
de viento. Te estalla primero en la boca, sólo después en el cerebro. Es un
libro transportador, aunque apenas sea un hatajo de notas reunidas. Es la
encarnación de la felicidad y al tiempo una indagación lucidísima sobre ella.
Pero no da envidia. Se comparte como el pan.
Y hacer eso es casi
imposible, inténtenlo.
-¿Y por qué es
imposible?
-No lo sé, señorita, pero
¿conoce usted algún libro que empiece diciendo “soy feliz”?
-Ah, no.
-Si lo hubo, los editores
se encargaron de amputar la frase, sabiendo que ella solita podía acabar con
dos tercios de los lectores potenciales. Se lo digo yo.
Quizá sea porque
escribir sobre la felicidad es escribir sobre un milagro fugaz y la gente de
nuestro tiempo es reacia a los milagros aunque tendente a la fugacidad.
Prefieren los asesinos en serie de mujeres (en los que creen religiosamente) y
los policías corruptos (que, si viven en Europa, se empeñan en considerar una
excepción). Pero cuando digo escribir sobre la felicidad no me refiero a
teorizar sobre ella o su posibilidad. Me refiero a mostrar que es posible, a
demostrarlo con la propia vida (y con una prosa convincente, de paso, tan
necesaria para la propia vida). Morin,
que cuando llegó a California en 1969 tenía ya 48 años y era un intelectual más
que reconocido (periodista, sociólogo, científico, activista) lo hizo en este
libro: encarnó ese milagro doméstico y rarísimo que sabe a vino barato en una
tarde libre. O sea, de puta madre.
Así pues, Diario de
California es una de mis obsesiones, pese a ser un trabajo aparentemente menor.
Técnicamente, la obra mayor subsiguiente sería “El paradigma perdido: el paraiso olvidado” (1971) un muy interesante libro de antropología publicado poco después y donde vuelca, intuyo, todo
aquello en lo que trabajó durante su estancia en el Salk Institute de Los Ángeles.
Hagámoslo así. Contaré
lo que pienso de ese libro ahora. Lo haré igual que conduce un conductor viejo,
abandonándose a los vicios adquiridos, porque durante los últimos veinte años lo
he cogido, manoseado, subrayado, entendido y desentendido hasta quedarme sobre
todo –seguramente- con aquellas partes que en algún momento más significaron
para mí; rumiándolas, pervirtiéndolas, usándolas al final desenfocadas. El
trato largo con un libro hace que sea sangre de tu sangre y que por tanto lo tergiverses
tanto como lo explicas. A menudo sólo se puede solucionar el problema no ya con
una relectura, sino con una relectura completa, de cabo a rabo, limpia, crítica,
renovadora. Hay que ejecutar un nuevo nacimiento en miniatura, y eso está bien.
O escribir otro libro y continuar la rueda.
Así que hagámoslo así,
sí. Una explicación a vuelapluma ahora, como una reseña del poso que me ha ido
quedando, impregnado en la ropa y en la sesera. Luego lo releeré, entonaré el
mea culpa y –en otro artículo- les contaré lo que en este momento significa, lo
que, de nuevo, quiere decir y lo que ya no dice: aquello en lo que acerté pero
que ha cambiado con el mundo y aquello que me sigue pareciendo eterno en él.
O acaso lo he dicho ya.
Diario de California:
-En la brecha de la
contracultura, en el núcleo de su erupción y del inicio de la caída, en ese
momento en que la cúspide de la ola del hippismo empieza, aún sin saberlo del
todo, a girar su cresta hacia el abismo.
-En la brecha de la
personalidad, en ese momento poco frecuente en que un hombre se mira y
–probablemente porque lo acompaña una mujer que lo potencia- se dice: lo tengo
todo, ¿No voy a permitirme a mí mismo ser feliz?
-En la brecha entre mundos,
aplicando una visión crítica y sistematizada del intelectual europeo a un
movimiento, en cambio, magmático, caudal, cambiante; al último atisbo de la
posibilidad del paraíso. Analizando con amor pero también con frialdad clínica heredada
los movimientos comunales y alternativos, pensando en el humanismo del futuro.
Un humanismo de la relación, de la interconexión. Totalizador.
-Tan humano, incluso en
sus reuniones de pedantes de izquierda con vino francés del caro, tan lúcido,
tan limpio, tan sincero que a uno le apetece darle un abrazo. Ven acá, Edgar,
hermano.
-Y tan integrador: hoy
hablo de “el evangelio según santa molécula”, mañana de Chateaubriand y Ho Chi
Min, al día siguiente me cautiva un concierto de Janis Joplin o conduzco con mi
negra hasta Tijuana para ver torear al Cordobés; pero todo parece parte del
mismo glorioso “melting pot” por usar la jerga de la época.
Me gusta su disección de la ruptura cultural en la que se disecciona también a sí mismo, con cierta despreocupación, su polaroid de la nueva civilización que luchaba agónicamente por nacer limpia de pecado original, negando a los padres, huyendo a la última frontera, frente al mar. Siempre he pensado algo sencillo: la revolución hippy –que sólo es otra de las caras de la eterna revolución- no “nos trajo esto”, como muchos han argumentado falazmente una y otra vez: fue su fracaso lo que “nos trajo esto”, fue su exterminio programado y sus deserciones interesadas los que “nos trajeron esto”. Los delfines, dice Morin, juegan en el mar: “son hippies que han tenido éxito”. Sólo por esa frase vale la pena poner su libro junto a aquel glorioso disco de Fred Neil, “Dolphins”, que transmite una similar calidez de ribera.
“Diario de California” es
una semana de vacaciones con alguien a quien quieres. Me
reconforta. Me reconcilia con la vida, y está soberbiamente escrito a ráfagas.
Y lo comparto como el
pan.
-Tenga usted, señorita.
Su columna.
-Ah, gracias, señor
Boullosa, ¿y sobre qué trata?
-Sobre Edgar Morin.
-¡Oh! No lo conozco.
-Bueno, digamos que
trata sobre la…
-¿Sobre la...?
-Sobre la felicidad.
Y entonces todas las
azafatas saltan de alegría y se arrancan a bailar, y cantan a coro un du-du-dudubiduuu
que me recuerda a Lou Reed enamorado como un burro.
Eso es.
Ya pueden empezar
ustedes el libro, que arranca, él también, en un aeropuerto. En el lejano,
lejano aeropuerto de Orly, en una galaxia distante y no sé si mejor o igual que
esta.
Y después podremos
comparar mitologías.
"Los delfines son hippies que han tenido éxito"
ResponderEliminarGracias por esta serie de posts diarios y enhorabuena por todos ellos, en especial por este!
A todo esto, el muy francés se resiste a morir. Así como va a saber de lo que escribe
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