Molestones: Mule, Antonio, Ricardo y yo (sobre 2008) |
Uno piensa que lo peor es un técnico de sonido que pasa de
todo hasta que se encuentra con el hiperactivo que va de enterao y que cree que
el concierto lo da él. Normalmente no parece haber nada en medio de esos dos
polos aparte del desastre. Los técnicos son, ciertamente, otra historia y otro
mundo, y eso que he tenido la suerte de mantenerme “artísticamente” a un nivel
tan rasante que la mayor parte de las veces ni siquiera había técnico:
descargas, montas, compruebas que te oyes “dentro” mal que bien y alguna de las
alimañas que pueblan el bar a la inhóspita hora de la prueba de sonido, o algún
colega, te dice: “suena perfecto”. Y vía. Al acabar el bolo, ese mismo tipo se
acerca para decirte: “Muy bien, pero no se oía nada la guitarra”, o algo por el
estilo. Podía haberlo avisado durante la hora que duró el asunto, pero ni te
molestas en indicárselo porque sabes que no sirve de nada. Las cosas no
funcionan así en los subterráneos. Las cosas no se arreglan porque le indiques
a la persona adecuada el problema que existe. Las cosas, sencillamente, no se
arreglan.
Siempre he pensado que no me importa ser un aficionado si
puedo divertirme, y para divertirme necesito hacer las cosas “como si fueran de
verdad”, es decir, hacer que sean de verdad. Es el mismo feeling que hace que
si juego una pachanga de baloncesto necesite ir a muerte a por cada bola. Mi
malhumor acabará siendo legendario. Y sé perfectamente que no soy Larry Bird,
ni siquiera soy su primo el tarado, pero es la única manera de sentirme vivo; para
matar el tiempo conozco cosas mejores. Es por eso que los patanes que no saben
jugar y piensan que aquello es un remedo en payaso de los Globe-Trotters me
ponen de los nervios. Y es por eso que en la música me sucede exactamente lo
mismo. No le pido nada a nadie, pero me gustaría que despertasen del letargo hasta
un cierto nivel de funcionalidad o que me abandonaran. Si haces algo que puedes
hacer bien: hazlo bien. Si no lo puedes hacer tan bien, hazlo lo mejor que
puedas. No es una competición: se te reconocerá el esfuerzo y todo el mundo
estará tan feliz.
Sé que este tipo de postura va en contra de la médula misma
del país, qué le vamos a hacer. Creo que hay, quizá, un 25 por ciento de los músicos subterráneos
que se toman en serio su disciplina. Son los que más se divierten, y los que
más sufren. Por supuesto, la “seriedad” tiene muchas caras y no soy yo quien
para decirle a nadie como administrar su creatividad; tampoco su ocio.
Simplemente creatividad y entretenimiento son cosas distintas para mí. Crear y
matar el tiempo no se parecen nada, a mis ojos.
Tengo un amigo que tiene una banda ocasional: tocan cuando
pueden y sus respectivos oficios y familias lo permiten. Ni siquiera pueden
salir normalmente de su ciudad, por lo que los bolos son espaciados pero celebratorios.
Sin embargo, para él el ensayo es un momento sagrado de desahogo, creatividad,
y relajación: el entorno activo donde resiste una disidencia creativa que, a
trancas y barrancas, se ha integrado con el resto de la vida. Le respeto por
eso. No va al ensayo a beberse diez cervezas y masacrar Johnny B. Goode. Va a
charlar, reir, trabajar, beberse diez cervezas, también, hacer canciones,
pulirlas, y salir a defenderlas encima de un escenario, cuando pueda, bajando
luego con la cabeza tan alta como el que más. Me parece perfecto, y es sólo un ejemplo porque conozco unos cuantos así, pero por cada uno de ellos conozco tres inversos, tirando por lo bajo. Rara vez en una banda se juntan
tres, cuatro o cinco miembros con el mismo nivel de compromiso y de ilusión, y
eso es lo que acaba con casi todas ellas. Si hubiese dinero de por medio,
claro, sería distinto. Charlie Watts hubiese dejado hace siglos los Stones si
no nadasen en millones de dólares. Keith Richards no lo hubiese hecho,
probablemente, aunque siguiesen tocando en un callejón. O eso es lo que me gusta
pensar.
Volvamos a los técnicos. Doy un concierto en Madrid. Los
teloneros, amigos míos, una banda de high-energy punk&roll de raigambre
australiana, con dos guitarras tirando a complicadas de sonorizar, hacen una
prueba larga. Nosotros más corta, porque al final somos un trío de punk sin pedales
ni hostias y no hay tanta cosa que discutir. Empiezan a tocar. Las guitarras
totalmente bajas en la mezcla. A la tercera canción me acerco al técnico y le
digo con tono de “no quiero meterme en tus asuntos” (son susceptibles y tienen
el caballo por las riendas, o eso creen): “Oye, podías darle un poco más de
guitarras, que no se oyen”. Me mira y me contesta: “Ya, ya, ahora voy, que aún
estoy empezando”. Uno entiende que en un arranque de concierto hay cosas que
ajustar, pero sí te pasas por el forro 45 minutos de prueba y usas los cinco o
seis primeros temas para dejar la cosa medio decente (que se oiga, vamos, sin
hablar de matices), literalmente te acabas de cargar el mucho o poco impacto
que la banda hubiese podido tener sobre quien no la conoce, dejando además a
disgusto a quienes sí la conocen y saben cuáles son sus posibilidades.
Sencillamente, en esencia, ni eres un técnico de sonido ni tienes puta idea de
lo que es un show. Que alguien te pague por destrozar bolos es una lacra más
del negocio.
Por supuesto nadie irá a decirle al dueño del garito: “oye, tu
técnico es una mierda”. Eso tampoco se hace en los subterráneos, aunque no sé
porqué. Sospecho que una especie de pudor, un exceso de educación, nos lastra
siempre; no decimos las cosas más obvias por no herir a no sé quién. Quizá el
hecho de que el dinero de por medio sea nimio y de que esto sea tomado por un
hobby, por una payasada, por un caprichito, influye, también en este caso. “Es
un juego, no hay que pelearse”, nos hubieran dicho nuestros padres de niños. “Es
un juego, así que pelea”, hubiese sido un consejo mucho mejor.
Tengo un amigo que pertenece a otra estirpe, mucho más
amable, al menos para mí: la de los técnicos volados de la cabeza. Es bueno,
pero le gusta que las cosas piten y acoplen: demasiados años de Sonic Youth,
quizá. Puede ser irritante o muy divertido, según uno tenga el día. Es la única
persona detrás de una mesa a la que he visto pedir tres veces seguidas a un
guitarrista que se subiese el volumen. Terminó al nueve y medio, mi
guitarrista, y sonamos de la hostia aquella noche, o eso dijeron las doce
personas que vinieron a vernos, incluido Charlie Manson.
He encontrado otros técnicos buenos, claro, pero son
honrosas excepciones: en La Faena, en Madrid, les he visto trabajar muy
eficazmente y sabiendo lo que hacían, las tres o cuatro veces que he estado. En
la sala El Sol, también. Toqué allí hace tiempo, un día intempestivo, con una
banda mía y otra de fuera de Madrid, igualmente semi-desconocida. Estábamos
probando y en una canción el técnico para y dice: “Dónde están los coros”.
Nosotros: “¿Qué coros?”. Él: “En esta canción hay coros, ¿los vais a hacer?”.
Nosotros (mirándonos extrañados): “No”. El cabrón se había agenciado nuestra
maqueta, que era lo único que teníamos, se la había escuchado y se conocía las
canciones. Sentí entonces exactamente lo contrario de lo habitual. Sentí ese
resto amargo de vergüenza por no haber hecho bien las cosas, por estar en una
sala cojonuda con un técnico cojonudo y no haber hecho mi trabajo bien. Oh, sí,
aquellos coros deberían haber estado allí. También las canciones en sí mismas
podían haber sido mejores y haber estado más rodadas, y también podíamos haber
hecho más promo y haber traído más gente. Y también… “Otra banda de mierda”,
habrá pensado él, pero se mantuvo impecable, amabilísimo y colaborador. Espero
que al menos el concierto no le haya disgustado. Por aquel entonces hacíamos
simple y puro Rock&Roll rabioso y estábamos empezando a sonar realmente bien.
Dice Keef en su autobiografía “Vida” algo tan interesante
como obvio para cualquiera que se haya pateado unos pocos escenarios: “Un
teatro perfecto para tocar rock sería un garaje muy grande hecho de ladrillo
con una barra al final. El concepto de sala ideal para conciertos de
Rock&Roll no existe; no hay ni una sola en todo el mundo diseñada
específicamente para tocar ese tipo de música. Lo que haces es acomodarte a
locales construidos para otro tipo de eventos”.
Se podría añadir que uno se adapta, también, a técnicos “construidos
para otro tipo de eventos”, y, a menudo, a públicos “construidos para otro tipo
de eventos”. Es otra discusión, pero, en todo caso, no desesperamos de
encontrar ese garaje grande con barra al fondo. Tendremos los coros preparados,
para esa ocasión.
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