A veces, leyendo, encuentro ideas tan cercanamente
opuestas entre sí que no tengo más remedio que parar un segundo y preguntarme,
como ante una guerra civil inminente, de qué lado estoy.
Veamos un ejemplo. Dice Virginia Woolf en Una habitación propia: “Las mujeres han
servido durante siglos como espejos dotados del mágico y delicioso poder de
reflejar la figura del hombre duplicando su tamaño natural. A falta de ese
poder es posible que el mundo siguiera
siendo pantano y jungla”.
Bien.
Dice Camille Paglia en Sexual Personae: “Ha sido la sociedad patriarcal la que me ha
liberado como mujer. Es el capitalismo el que me ha dado el tiempo para
sentarme a esta mesa a escribir este libro. Dejemos de ser mezquinas con los
hombres y reconozcamos abiertamente los tesoros que su tendencia obsesiva ha
dado a nuestra cultura (…) Si la civilización hubiera quedado en manos de
mujeres, seguiríamos viviendo en chozas”.
Se podría argumentar que ambas partes, hombre y
mujer, son necesarias para cualquier tipo de progreso. Suena tonto, como suelen
sonar en tiempo de guerra las obviedades.
Se podría decir también que, pese a las apariencias,
todo sigue siendo pantano, jungla y chozas. Suena pretencioso, aunque en la
afirmación haya un relente de verdad.
Se podría decir, incluso, que en realidad ambas
afirmaciones no son opuestas. Si aunamos con cuidado las dos sentencias, la
frase que surge sería algo así: “sin la tendencia obsesiva del hombre y la
unión de esta con la cualidad especular de la mujer, que le permite doblar su alzada,
el mundo seguiría sin civilizar”.
En todo caso, sospecho que ante una colisión, tiendo
a caer del lado de quien mejor escriba, que en este caso sería la Woolf.
Tampoco soy inmune a los prestigios establecidos, y Virginia es una consagrada
mientras que Paglia es una polemista a veces demasiado forzada, por mucho que
sea yo de los que defienden que la provocación suele ser saludable.
Paglia se
sitúa en realidad en el lado opuesto del espectro al que ocupa Robert Graves y
su defensa de un matriarcado pasado y posible; es decir, es la polemista
inversa, la polemista que defiende que la visión oficial, ni siquiera
enunciada, porque es la que la masa ha usado durante cientos de años, es la
correcta. Esto es interesante desde varios puntos de vista: primero, porque
explicita ese pensamiento general dominante que en realidad se ha ido
desgastando y, sin dejar de ser dominante, nadie o casi nadie se atreve a
expresar en público en un entorno cultivado. Segundo, porque quizá ese hacer
explícito lo implícito puede hacer que quien comulga sin saberlo con sus ideas
tenga que enfrentarse a ellas como tales, en lugar de aceptar una masa de
convenciones dadas muy cómoda porque no hace falta pensar en ella. Como
incitación al pensamiento de todas las partes implicadas, pues, su efecto es,
creo, positivo. O quizá “debería ser positivo”, porque nada mejor que un polemista
radical, antañón, reaccionario, violento pero también articulado, para
demostrar lo encastrados que solemos estar en nuestras garitas de vigilancia y
en nuestros salones vacíos, por progresistas que estos se supongan.
Por desgracia, Paglia no escribe bien.
Leo estos días un ejemplo contrario: La bruja, de Michelet, un libro
asombroso tanto por su penetración en la psique colectiva de la edad media como
por su modernidad (publicado a mediados del XIX), y asombroso también por la
calidad de su prosa, que sobrevive a una traducción catastrófica brillando,
preñada y lúcida. Uno de esos libros que por su cualidad híbrida –lejana novela,
ensayo iluminado, reflexión político/histórica- lo atraviesan a uno sin atisbo
de fingimiento, con cercanía, con una inusual calidez.
También él prefigura la preocupación de la Woolf por
“la habitación propia”, y discute con un siglo y pico de antelación la
afirmación de Paglia, cuando habla de la mujer del labrador, aislada en la
cabaña del claro del bosque, en el siglo XII, en ese momento en el que una
economía, aunque precaria, permite ya que la pareja se separe de la hacinada
vida comunal de la heredad –trasunto oscuro de la villa romana- y se establezca
espartanamente por su cuenta: “El hogar aislado creo a la verdadera familia. El
nido creo al pájaro. A partir de aquí ya no existían como cosas, sino como
almas. Había nacido la mujer. Fue un momento enternecedor. Ya está en su propio hogar. Por fin, la pobre
criatura ya puede ser pura y santa. Puede dedicarse a pensar y, sola, hilando,
sueña mientras su marido está en el bosque. Aquella miserable cabaña, húmeda, mal
cerrada, en la que sopla el viento de invierno, en revancha, es silenciosa.
Posee algunos rincones oscuros donde la mujer va a prolongar sus sueños”.
Prodigioso párrafo que teoriza sobre el nacimiento (renacimiento,
deberíamos decir) de la mujer como algo más que mula de carga y sobre la
necesidad del silencio y la soledad para la creación. Y la primera creación es
la de la individualidad, la de la personalidad, que, en el caso de la mujer que
dibuja Michelet, nace precisamente en esas “chozas” de las que también hablaba,
en otro sentido, nuestra apreciada Camille.
Llegué hasta Michelet siguiendo un magistral ensayo sobre este mismo libro de Roland Barthes que se puede encontrar en “Ensayos Críticos” (Seix Barral), una colección de textos
tan difíciles como fructíferos. No llegué pronto. En lugar de correr a la
librería, muy en mi estilo esperé hasta que la marea lo trajo a mí mientras
revisaba un cajón de saldos en una tiendecita de segunda mano de Pontevedra. El
ejemplar que leo (ediciones Mundilibro) es, como digo, deficiente en la
traducción, y es, además, la primera edición no censurada del libro de
Michelet. Es decir: pasaron 115 años (de 1862 a 1977) desde su publicación en
francés hasta que el lector en castellano tuvo por primera vez el libro más o
menos íntegro en sus manos.
No es nada nuevo.
Hablaré más de todo esto, quizá.
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