“When you dance I can really love”. Cuando bailas, yo puedo verdaderamente amar. Lo
decía Tito Neil, y si él lo decía debe ser verdad. Para los entes negados para
la danza, como yo, lo que queda es eso: observar desde la barra o desde el escenario
como bailan los demás; como la vida marca el sincopado paso de su propia
zarabanda extraña.
A veces sueño con un fin de año en algún país que no es el
mío: bebo whisky con un amigo en una terraza que da al mar y, a nuestros pies,
observamos cómo la gente gira en círculos en el jardín en un momento de comunal
desinterés por el mundo, de liberación, de celebración, que llega hasta
nosotros como un vaho de lluvia. Pero eso son sueños, y los bares españoles son
otra cosa. Desde sus barras he visto muchas veces a los que bailan, sí. Desde
el escenario menos: casi siempre mis bolos estaban semidesiertos, y en las pocas
ocasiones concurridas, la actitud fue casi siempre de observación, cuando no de
displicencia. Culpa de ellos o culpa nuestra. Da igual.
Hay una pregunta recurrente en los entrevistadores mediocres
del mundillo rock: ¿Qué te parece el público español? El músico guiri de turno,
que es profesional (véase, vive de esto) y no es del todo idiota responde: “Probablemente
el mejor público que hemos tenido, de lejos. En mi país la gente es mucho más
fría, pero ¡aquí lo vivís de verdad, man!”. O algo por el estilo. Lógico, no va
a decir “pues mira, tío, más o menos como en todas partes, la gente observa,
aplaude, y luego se va a casa, que tiene lío”.
A mí el público español -ya que
ha salido la pregunta y salvando las excepciones que procedan- me parece tirando a soso, a forzado y a subnormal. Están
los de la barra del fondo, hablando de sus cosas, los del telefonito que creen
que son japoneses y los que se mueven porque les han dicho que la banda es la
hostia y son los que van a partir la pana ya mismo. Eso en la gama media. A
veces, más abajo, se consigue un público bueno, pero suele ser necesario,
sospecho, que el garito mismo sea cojunudo y que exista una cierta sensación comunal,
una idea de que en ese sitio y en ese momento se está compartiendo algo que no
existe en ningún otro lugar. Orgullo underground, supongo, que quizá sea otra
forma de ceguera.
En todo caso, sólo hay algo peor que alguien que no
participa y asiste congelado a una ceremonia que debería llevar a la acción, y
es alguien que participa forzadamente por todas las razones equivocadas. El
primero tiene una excusa sencilla, aunque sea triste: no siento nada. El
segundo es simplemente idiota.
Tampoco estoy yo para hablar. He estado en muchos pogos y he
dado muchos saltos, y me he caído en muchas esquinas, pero hace años que mi actitud habitual es la
escucha y contemplación. Soy uno de ellos. ¿Estoy cansado? ¿Me he hecho viejo?
¿Disfruto las cosas de otro modo? ¿Me afecta menos el alcohol? ¿Me importan ya
un carajo el rock&roll y sus tics gastados? ¿He avanzado? ¿He retrocedido
¿He muerto? Probablemente un poco de todo hay. La energía ni se crea ni se
destruye, pero lentamente se va delegando en otros, y uno administra la suya
como puede. Yo la necesito para que mi propia banda exista, y las de los otros
han ido importándome menos cada vez.
En todo caso, en casi todos esos sitios desolados he
encontrado almas con un fuego en común. En Vitoria dimos un bolo que contó con
la jovial aprobación del personal, lo recuerdo. En Zamora una vez una punki
preciosa vino a darnos las gracias por el concierto. Y en León, ah… en León
hicimos bailar a Charles Manson. Pueden ustedes verlo en el video adjunto, como
ejemplo de todo esto que cuento.
Y es que en los bolos de una banda marginal
como la mía sólo se mueven los que ya no tienen nada que perder y se dedican a
disfrutar del ruido sin juicios. Esa gente, muy escasa, que mantiene el rumor
atávico del ritmo corriendo por la sangre y a la que lo que piensen los demás
le importa tres cojones. Es agradable verlos; es consolador observar a un
individuo que, tan solo como tú arriba, se agita intentando subirse a la ola,
en medio de un semicírculo vacío, en un antro cualquiera, en las afueras de una
ciudad más, en el oscuro agujero de este país de mierda. A él le vale. El
centro del puto universo está en los pies de uno, siempre.
Ahora que, después de un camino que ha durado ya tres años, mi
banda amenaza reestructuración, problemas, planes de futuro incierto y demás
cosas habituales en la vida libre, trato de buscar esas dos o tres certezas
consoladoras que uno siempre es capaz de inventarse para seguir: y en efecto, me
divertí; y sí, grabé un disco bueno y tengo un segundo en la cocina que será aún
mejor; y viajé a unos cuantos sitios absurdos que entretuvieron mi eterno
nerviosismo con vistas nuevas.
Pero, sobre todo, hice bailar a Charlie Manson.
Entre la indiferencia general, a través de la abulia de los
siglos, en cada rato muerto en el que el absurdo de todo se sienta de modo más
punzante, esa imagen estará conmigo en toda su cómica excentricidad. En toda su
alegría y su inútil gloria de danza macabra. En toda su verdad.
Ignoro si es mucho o poco, pero, amigo, es lo que hay.
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