Si no fuera por algunas almas caritativas que se han cruzado
conmigo a lo largo del camino, incluyendo familia y amigos cercanos, yo ahora
mismo viviría probablemente en la calle, drogándome con los mendigos. Gracias
por aguarme la fiesta.
Así que aquí estoy, en cambio, frente a esta bonita mesa de
trabajo que no es más que una tabla con dos caballetes y que ya lleva conmigo
más años de los que recuerdo, sin saber qué escribir y condenado a la segunda
necesidad del hombre: matar el tiempo. Si además el hombre, el pobre, tiene
algo de sensible, tendrá que matar ese tiempo con alguna actividad que lo
distraiga de lo único cierto, la muerte, entrando así en plena paradoja.
Un coñazo, un lío. Un pánico metafísico de saldo, éste.
Me llevan gentilmente al café del pueblo.
Hay un gato blanco en una ventana.
Hay un gato siamés entre los coches.
Alguien ha quitado los peces muertos del estanque.
Fumo.
Gentilmente me traen de vuelta.
Hasta ahí bien, pero después la cosa se tuerce, porque dicen
que todo me chupa un huevo, dicen que I don't give a fuck, pero, para mi desgracia, es mentira. Es sólo un amago, una
predisposición, una nostalgia.
A mí me hubiese gustado que fuera verdad, eso es lo cierto:
siempre he deseado que mi abulia de fondo, ese relente de vacío profundo
hubiese sido completa y total. Ser, poder ser, uno de esos fines de línea
plenamente entregados a la causa de la nada, llevando a mis espaldas algunos
estudios emborronados, dos o tres trabajos abandonados pronto y una serie de
mujeres de locura pacífica que me hubieran devuelto perfectamente aburrido
hasta el redil. Un inútil al que la familia cuidase pesadamente y pagase,
resignada, los vicios. Porque no hay nada que hacer con él. No hay nada que
hacer. Un hombre entregado al cosmos con aficiones excéntricas.
Lo he intentado, pero aguantaba demasiado el alcohol, hacía
bien algunos trabajos, tenía un lejano sentido de la responsabilidad que me
saboteaba, me ilusionaba con las cosas en el fondo. Lo he rozado, pero no.
Tengo demasiada energía y demasiado nervio, aun tras los años de excesos.
Así que me jodo y escribo. Hago lo que sé hacer como un discípulo
aplicado, empezando y acabando las tareas, algunas al menos, y escribo poemas
que nadie quiere, novelas que nadie lee; escribo en este blog y en aquel, hago
collages como un niño grande y dibujo monigotes, piratas, elfos de fuego,
planeo bandas nuevas de rock&roll infecto, juego al ajedrez por internet,
me pongo trampas para no dispersarme. Sístole y diástole: la mesa se llena de
papeles y luego esos papeles remiten y luego vuelta a empezar, y salen cosas.
Con la simple intuición de todo eso hubiera debido bastar,
me dice en un susurro el idiota estupefacto que me hubiese gustado ser y que me
observa desde el fondo del tiempo sin entender, medio admirado. Mira la tarde,
toma otro café, hombre, no ves que todo lo que haces al final no importa.
Tampoco me importa que importe o no, pobre ser interior,
deficiente mental, ideal no alcanzado, idiota supremo: ¿Acaso hay algo que
importe? ¿Es que no lo sabes tú tan bien?
En algunos sitios, en algunos artículos que escribo, parezco
también otra persona que tampoco soy: el hombre optimista y enérgico. O quizá
lo soy parcialmente, fallidamente, y el luchador y el abúlico son dos gemelos
fallidos que, en mi patio de atrás, pelean por un caramelo eternamente. En
alguno de esos artículos, en todo caso, he afirmado que la mejor crítica musical
de los últimos años ha sido ejercida en blogs y en libros. Lo reitero, pero no sé
si los otros que escriben blogs y libros lo hacen por la misma razón que yo, esta
mezcla compleja de pánico, vanidad, costumbre, maldición y huida hacia delante.
No sé si los demás son como yo.
No sé si hay los demás.
A veces pienso que todo lo hago para fingir que el mundo es
mejor de lo que es y que yo soy mejor de lo que soy: “Casi un buen tipo detrás
de la catarata de bilis”, que dijo ayer un amigo. Que es todo un fingimiento
sutil en el que me he envuelto como en una enorme, interminable toalla de baño,
y que, después de muchos años, el hombre
que hay detrás ha ido olvidando su nombre y siendo suplantado por otro que el
mismo ha creado al girar ciego. El que mira la vida desde el café del pueblo espantando
como a moscas a sus dos gemelos, el sano y el enfermo (¿cuál es cuál?) es un yo
alejado del que empezó el camino, de eso no hay duda. A veces se miran a través
del tiempo y cada vez se reconocen menos. Un día me cruzaré por la calle y me
saludaré educadamente tener ni idea de quién soy.
Boa tarde.
¿Me gusta lo que hago? Es una pregunta simple a la que lleva
todo este desvarío.
Me permite no ser como los otros, me contesto, como todos
esos seres incoloros, esa legión casi translúcida de hombres y mujeres
conformes con la ley de las cosas, que acompañan con palmas lo previsto y que
llevan los sentimientos y los razonamientos sobre la piel como si los hubieran
comprado en IKEA, iguales, sin matiz, heredados en su forma más degradada de
veinte siglos de historia que no han servido de un pijo. La patulea de tarados que creen lo que se tercia, follan a la moda de antes de ayer y le
sonríen a la muerte sin verla con los piños siempre nuevos del imbécil.
Esa es la parte de la huida. Una huida estática en la que
uno construye artefactos curiosos, a veces.
Hace poco empecé a revisar mi blog desde el principio, ese blog “musical”, por llamarle algo, que ha succionado tantas de mis horas muertas. Visto en perspectiva parece una casa amplia aunque hecha al buen tun tun, en la que se apiñan, formando una quinta extraña salones vacíos, cuartuchos repletos, sótanos cegados y barandas que dan a jardines interiores no muy cuidados. La obra es a veces como el diario, y el diario es siempre como la casa que uno tendría si viviese irremediablemente solo.
En esa casa resuena la voz, en el vacío.
Con su buen criterio habitual, decía mi amigo Juan Terranova
en una entrevista que le hice hace poco (recojo la idea, no la frase) que el elemento
colaborativo del blog, el “comment”, era tan potente que se emancipó y floreció
como twitter, dejando a nuestro neo-fanzine como una especie de cubeta de almacenaje
a la que hay que mantener en respiración asistida a base de linkarla constantemente
a ese mismo twitter, Facebook y otras redes.
Es parte, todo ello, sospecho, de esa cultura de la
fragmentación que los arquitectos, nuestra casta más diletante, ya previó hace
años; esa visión del mundo que prefiere el esbozo y el lo-fi, aun cuando tenga
a mano la opción contraria. Esa falsa democracia, en fin. Ese esbozo
acumulativo del que se intentan sacar conclusiones siempre a posteriori, siempre
demasiado tarde, pero que, es cierto, mata el tiempo, finge el arte, y no hace
daño a nadie.
¿Quién contesta a la voz? ¿Es esa la pregunta?
Escucho a los Jacobites, y ya ha caído la noche.
Siempre hay alguien aquí fuera...y por casualidad o no, lee la entrada. Gracias por compartirla!
ResponderEliminarGracias a ti.
ResponderEliminarPodría escribir un largo comentario explicando el azaroso camino que me ha traído hasta tu casa, pero prefiero dejar esta pequeña nota en la puerta como prueba de que he llegado.
ResponderEliminarUn saludo.