Hay una situación relativamente habitual entre quienes han
entregado su vida a su arte, o al menos toda la parte de la vida que han podido,
entre aquellos que han antepuesto su expresión y su alma a los peajes
necesarios del progreso social, despreciándolos; una situación que yo he encontrado mucho en el
mundo de la música más o menos vanguardista, difícil o simplemente buena: aún sin
éxito alguno y sin perspectivas de que éste llegue alguna vez, ya mayores para
muchas vías de escape que hasta hace poco parecían a mano y cargando con las
responsabilidades de la familia o la salud, se encuentran con que su propia
integridad les juega una irónica mala pasada: querrían encontrar un hueco, un
nicho en la sociedad -aunque fuera en sus márgenes, que probablemente sean el
único medioambiente respirable para ellos- pero después de años de negarse a “venderse”,
de negarse a mentir y de negarse a “colaborar” se encuentran con que ahora,
aunque quisiesen, ya no hay nada que vender, o nadie que vaya a comprar.
Han
perdido sus oportunidades de ser un don nadie acomodado, lo que saben hacer no
da un duro y el retorno al mundo de los pequeños oficios no era tan fácil como
uno pensaba antes. Sin la suerte de alguna habilidad cercana a lo artístico
(artesanía, tatuaje, sonido, etc) y sin dinero que entre por otras vías que la propia, su misma integridad les ha cerrado todas las puertas. Y aunque seguir en lo suyo
no parece llevar más que al desastre, las demás opciones no son ya sólo intolerables, sino que empiezan a ser inexistentes.
Miguel Torga, uno de esos autores esenciales al que se lee
poco, define la situación de manera perfecta en una entrada de su diario de
1953: “Mi situación humana me recuerda a la del tipo que se adentra nadando en
el mar y se aleja tanto de la playa que no puede regresar. Una posición sin
retirada posible. (Retirada, por otra parte, que yo no deseo). Lo he llevado
todo al extremo. He estirado demasiado la cuerda. Y me estoy hundiendo, a
sabiendas de que no puedo recibir ayuda, puesto que yo mismo la he rechazado”.
Hay una diferencia, claro: en el caso de Torga, su situación
viene en parte de su origen humilde. “El nacer en la miseria, pero en una
miseria de verdad”, dice, “crea en nuestra alma un vacío irremediable. Un vacío
hecho de orgullo: el orgullo del pobre, el más duro y tenaz”. En el caso de
nuestros artistas emparedados por su propia coherencia “punk”, por llamarla
así, normalmente se trata de hombres criados en la clase media, esa que veía
hasta hace poco la historia como un progreso local y permanente y que se ha dado
de morros con la vida. Es peor así: a los criados en las comodidades, la
miseria, que desconocemos, nos aterra, igual que la violencia física intimida
al que nunca se ha partido la cara por diversión en el colegio.
En todo caso, venga de donde venga ese orgullo obstinado, la
conclusión de Torga, creo, vale para ambos afluentes: “Y sintiendo que me ahogo
minuto a minuto sigo cortando las olas adversas con un esfuerzo sin ilusión,
aprobado por mi cuerpo y por mi espíritu. Es una especie de altivez de suicida
que desdeña tanto a los que son felices en la seguridad de la playa como a la
misma voracidad del abismo”.
El arte español de valía está creado en gran parte por esos
poéticos –no por poéticos menos trágicos- suicidas. Quienes hablen de ellos
dentro de algunas décadas quizá no se paren a pensar en todos los días en que
conseguir la sopa fue jodido, en el precio de angustia pagado, o lo verán como
un ornato romántico de la misma manera que nosotros leemos sobre las miserias
de los artistas de antaño y no las sentimos más que como una excrecencia
agradable de su misma literatura.
Sólo se ve la obra, jamás la vida. La compasión no existe ni
siquiera en el futuro.
Quizá así esté bien.
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