VUELVA USTED MAÑANA

VUELVA USTED MAÑANA
Luis Boullosa (Madrid, 1975) es escritor, periodista y músico. Ha colaborado con medios diversos como Ruta 66, El Confidencial, eldiario.es o Fiat Lux, y dirige la revista musical Karate Press. Es autor de los ensayos culturales "El puño y la letra" (2013) y "Santos y francotiradores" (2016), ambos publicados por 66RPM Edicions, en los que analiza la relación entre literatura y música en el mundo anglosajón y español. Contacto: luisboullosam@gmail.com. Twitter: @LuisBoullosa Foto: Alberto R. Roldán.

miércoles, 3 de septiembre de 2014

Un hombre (I) - Scrolling down into dust




Vivimos en el universo fragmentado, y en él somos felices -unos más, otros menos-, porque el hombre común siempre es feliz ante una promesa de desaparición indolora.

Muchos hombres, al menos, lo son.

Vivimos en  la nota a pie de página digital, en el comentario de nosotros mismos y la mirada momentánea al espejo deformado, repetida cien veces al minuto. Vivimos en la casa donde el pago de los pecados se ejecuta en dinero virtual y a distancia, donde cualquier opinión es válida porque todos escuchan y por tanto nadie escucha.

CS. Lewis escribió “The abolition of man”, un ingenioso y prescindible, casi aberrante libro de instrucciones sobre cómo dejarse matar feliz. Lo cerró diciendo esto: “Si ves a través de todo, entonces todo es transparente. Pero un mundo completamente transparente es un mundo invisible. Ver a través de todas las cosas es lo mismo que no ver”. Quizá con esa frase lucidísima que redime al libro hubiese bastado y sobrado. Y se agradece la advertencia, pero llega tarde.

Necesitaríamos contraste, misterio y tiempo, y no lo tenemos, aunque lo recordamos. recordamos vagamente su esencia. No es que nadie en concreto nos haya robado ese contraste, ese tiempo, ese misterio, en fin, que es esencial para que la vida no carezca de sabor: nosotros mismos nos hemos amputado siguiendo sin poder evitarlo el signo general de un tiempo que es el propio.

Vivimos en el intento de registro que justifica la falta de registro. Vivimos alejados del largo aliento, y cuando lo hay, no se percibe, porque ya se ha desaprendido, ya no se sabe qué es. Un libro de verdad. Oh. Lo miramos intuyendo que lo necesitamos pero sin saber cuál es su verdadera naturaleza, igual que miraría un bosquimano solitario a un Lap Top. O al revés, mejor dicho. Un hombre de verdad. Una mujer de verdad. Oh.

Vivimos en el intento de registro que se registra a sí mismo. Con ser anotados en el haber nos damos por satisfechos. El “pudo ser” ha sustituido al “es”. Todos podemos ser. Todos pudimos ser. Ninguno es, pero no importa. Ahí estoy. Clica en mi perfil.

Vivimos en el mundo del comentario sin substancia. Si la tiene, da igual, pasa, en ese eterno scroll que parece haber invertido el sentido de la vida en una especie de ascensión, en una verticalidad quieta: es lo otro lo que baja, es el todo lo que baja frente a nosotros, en la pantalla. Y creemos flotar hacia la luz.

Nuestra literatura, lentamente, se ha ido plegando a la fragmentación. O quizá, concedámoslo, fue ella la que predijo e impulsó la fragmentación. Estuvo bien, durante un rato, cuando era un chascarrillo beat para mejor contar el tumulto de la vida. Ya no estuvo tan bien cuando lo fue invadiendo todo hasta tomar, al fin, nuestra propia médula. Últimamente he tenido varios sueños que funcionaban por niveles, como un videojuego. Hace tiempo que no me acerco a una playstation ni a otros engendros parecidos, porque me fascinan tanto que podría ser absorbido y desaparecer para siempre, y sin embargo ¡sueño por fases!

Soy hijo de mi tiempo, supongo; un hijo extraño pero acaso habitual: criado en el XIX, liberado en el XX, condenado a vagar por el XXI. He conocido los ocasos pintados y contados a la Chateubriand, los gustos desmañadamente refinados, altivos y urgentes de la nobleza rural, la laxitud de las tardes. He conocido la ruptura underground y drogadicta de un Madrid aún analógico que va quedando lejos, y también el triste camino de la vocación en un mundo sin puta idea de quién es. Improve your profile. Retweet.

A veces pienso lo mucho que hubieran disfrutado los existencialistas originales, esos refinados creadores de infiernos con coartada; lo mucho que se hubieran divertido en este glacial desierto del alma construido a gritos que no se oyen. 

Hace tiempo tuve una amante que leyó una entrevista que yo había concedido. La única que se me había pedido jamás, en realidad. La entrevista terminaba así: “Todo me sabe a ceniza”. La noté contrariada. “Yo no quiero estar con alguien a quien todo le sabe a ceniza”, me dijo. La tranquilicé, le dije que era un comentario sin ton ni son, pero lo cierto es que era cierto, entonces. Este mundo está planeado así. Las cenizas no surgen siquiera de la vida aniquilada, al viejo estilo. Son creadas al minuto, todo explota en torno, en polvo, scrolling down into dust. No es que me disguste, pero tiene ese sabor, querida, que quieres que te diga.

Quien conozca, por ejemplo, la sensación de vacío después de varios días inmolados en algún buen videojuego, durmiendo poco, levantándose con el ansia, encendiendo el cacharro antes incluso de poner el café al fuego; quien sepa de ese vacío interior raspado a espátula que linda extrañamente con un cierto placer autodestructivo, coincidirá conmigo en que no es tan distinto de lo que sucede tras unos cuantos días de trabajo común atado a una pantalla, actualizando al compás de los saltos de la mente las redes sociales de uno, los supuestos anzuelos, las súplicas de amistad, los conocimientos sin cara aunque con fotos variadas, sin cuerpo y sin olor. Hay un sinsabor paladeable al fondo de todo ello, pero no deja de ser un sinsabor.

La pregunta de cómo devolver la sustancia a la vida es la que importa.

Y la pregunta, primero, de si uno quiere hacerlo de verdad.

Si nada tangible sale del esfuerzo en el que nos vaciamos, lo cierto es que nada queda. Y para los seres humanos, incluso los divisionarios del Zen do it yourself, lo tangible es siempre lo mismo: Se toca. Se puede tocar. No puedo tocar tu like, pero puedo beber tu saliva. No puedo tirar por la ventana tu post: tú libro sí. Necesitaríamos contraste, misterio y tiempo, y no lo tenemos, aunque lo recordamos.

Sospecho, sin embargo, que muchos no quieren lo tangible y menos aún el misterio. Quieren otra cosa, y están en su derecho. Quieren la nada. Por eso en internet está, poderoso, el deseo de abdicar de la vida, permanente, a mano, adictivo, repetido como un chute. Es normal que enganche. El deseo de que la estafa no hubiese existido nunca, floreciendo en imágenes playas remotas a las que vamos una vez, como si eso fuera la vida; atardeceres lejos, retocados en Instagram, y comida, mucha comida que sustituye a la comida.

Pero también hay, claro, insertos de la vida privada que demuestran que hasta en ese ansia de nada somos mediocres, señoras pequeñoburguesas pendientes de que incluso la aniquilación del alma sea standard y decorosa para la época: es un voyeurismo de clase media, pacato, cegato. Es una comida bajo los pinos en el merendero público de Gotham, con sus eructos y su siesta empapada de vinachi. Falto de aliento, sí, carente de la mínima grandeza o crueldad que nos separa del oso hormiguero. Es un suicidio, porque desintegrando el misterio se desintegra la vida y cualquier posibilidad de expansión. Pero es un suicidio triste y feo, y vulgar.

Un tiempo atrás bebía whisky con un amigo en el Malpa, un bar de Madrid que frecuentábamos. Veníamos de algún triunfo que no recuerdo. ¿Qué habíamos conseguido? No lo sé, pero era uno de esos inusuales momentos de satisfacción. “Ahora sólo me hace falta meterme en una pelea”, dijo él, mirándome con una sonrisa casi plena. Lo decía en serio, un tipo que jamás se había pegado con nadie, y yo lo entiendo. Hay partes de la experiencia que un hombre aún desea, a la contra de la amputación general de las pantallas. Al menos un hombre que aún quiere ser un hombre al viejo estilo. En realidad, desea la experiencia completa. El amor, el desamor, la lucha, la victoria, la derrota, la construcción y la caída, la existencia y la desaparición. Y no la quiere por delegación. La quiere en carne. 

Por supuesto, hay otra parte del hombre que le dice: “mejor no, que te parten la cara”, y entonces él no se mete en la pelea, ni la busca, y se convierte en un ser pacífico que sólo sería violento en caso de necesidad extrema. Pero añora esa pelea gratuita que jamás sucederá.

Necesitaríamos contraste, misterio y tiempo, y no lo tenemos, aunque lo recordamos. También acción. Es verdad.

Y las pocas recetas que hay para eso están fuera.

Aún debe haber algo, allí.


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