Uno de los casos más injustos que conozco de banda a la que
no se hizo puto caso pese a ser enorme son LOS CUANTOS. Nacidos en Madrid en 2011,
la formación misma era un seguro de que algo interesante se cocía, con Julen
palacios (Malas Lenguas, La Familia Atávica) y el siempre excelente Javier
Colis a las guitarras, Gloria March en los teclados, Adrián Ceballos (Rip KC,
Malas lenguas) en la batería y Kim Warsen (Ginferno) como frontman.
A la carrera, sin respirar, grabaron en Montpellier su
primer disco, “Love Love Love”, una factoría de hits oscuros pero radiables (en
un mundo donde existiesen de verdad las radios musicales). Empapado de Tom
Waits y Nick Cave en lo vocal, subterráneamente experimental en las tripas,
cromado en la superficie, expresionista, fiero, tenaz, preclaro, aquel artefacto tenía
exactamente todo lo que uno le pide al Rock&Roll: los estribillos, la
fibra, el empuje, el fulgor y la confesión.
Cachorros subterráneos con médula de perro viejo, músicos casi
todos en momento de madurez, lo que trasladaron al directo después de la
grabación era portentoso, a despecho del tugurio en que les tocase hacer el
pase. Yo les vi merendarse a Kid Congo y sus Pink Monkey Birds, para quienes
abrían en la Nasti, sin mudar el gesto. Eran una banda de esas a la que no
quieres de telonero ni borracho, y apuntaban con brutal seguridad a lo perfecto
con aristas; al calambre controlado a distancia, pero natural; a esa gracia
montaraz que uno le exige a los mejores y que sólo tienen los mejores, en
efecto. Desbocados en el frente, con Warsen de rey lagarto posmoderno, anclados
con absoluta seguridad en la retaguardia ritmica, en su núcleo, después de años
en trabajo común en las Malas Lenguas, las guitarras de Colis y palacios,
maestro y discípulo, brillaban, imbricadas entre sí con serpentina elegancia,
creando un humus eléctrico sobre el que se eleva una fronda abigarrada y frutal
que echaba chispas.
Sí, aquello echaba chispas.
Hubo algo de ruido en torno a ellos en los subterráneos,
pero no fue suficiente, al parecer. Algo menos de dos años después salía el
segundo trabajo, “Pechblenda” y, aunque parezca imposible, nadie lo editó. Ocupados
en sabe dios qué naderías, en sabe dios qué mediocridades, los sellos de este
país miraron hacia otro lado como el perro de la foto. Y digo que es incomprensible
porque era otro disco soberbio. Más neumático, más flotante y atmosférico en el arranque, algo
más jazzy y lejanamente Kraut después, percusivo, elegante, más abstracto, si no
superaba al primero en temas, lo igualaba por redondez y opiácea profundidad.
Por otro lado, sin embargo, no me extraña nada la condena al ostracismo. Nunca
hay que desdeñar la capacidad de este país para despreciar e ignorar el
talento. Somos expertos en eso. Es lo nuestro.
Todas las virtudes que Madrid ha cultivado en los
subterráneos durante décadas de bandas arriesgadas, inimitables, puras, estaban
para mí en esos discos, condensadas y sintetizadas para escucha de cualquier
mortal con sangre en las venas, aunque aún no plenamente desarrolladas: la
elegancia oscura, la radicalidad de nervio no wave, el cubismo experimental, el
blues siniestro más de espíritu que de forma. Todo ello estaba allí, diluido en
la copa de vino, formulado con la naturalidad Rock&Roll del hijo pródigo que
se juega lo que le queda a un último naipe brillante, antes de regresar a casa.
Para no regresar a casa, en realidad.
Fueron, para mí, el estallido final del coágulo en la vena
cava del rock madrileño más original y libre, esa que viene, caudal, desde aquel tiempo en que el
mismo Colis sentó la primera piedra del canon con Demonios tus Ojos y otras
barrabasadas suicidas. Para desgracia de todos, fue un estallido silencioso, en
el centro mismo de una galaxia de indeferencia; una galaxia a cuyos habitantes
se les llena la boca con palabras como “autenticidad”, pero que no son capaces
de descubrir esa autenticidad cuando la tiene delante del morro. O quizá no
quieren.
Los pongo, en mi mente, junto a los Gallon Drunk, por ese cultivo del
callejón en el que tangencialmente se tocan el rock standard y el malditismo
elegante, ese vértice, esa rompiente. También junto a los Dim Stars de Richard Hell,
otra superbanda de las calles poco iluminadas y los sótanos que duro apenas un
suspiro y con la que comparten algunas influencias.
¿Hubo algo más que provocase un final tan sordo? No lo sé.
Todos los implicados tenían otros proyectos al mismo tiempo, y además las
dinámicas internas de una banda de músicos mayúsculos a la que no se hace caso
son siempre complicadas, es de suponer.
Ahora queda peregrinar a un bandcamp más, en medio del
hiperespacio.
Queda la música, a secas.
Escúchenla a buen volumen, háganse el favor.
Por un momento, fueron la mejor banda de rock de este país.
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