“Desearía poder retirarme con los
solitarios (de la isla de Caldey) en lugar de ser superior y tener que escribir
libros. Pero no deseo conseguir aquello que deseo, por supuesto”. Cito de
memoria a Chapman.
Ventajas envenenadas de la vida
moderna, pienso: puede uno abrazar una cierta antigüedad y un cierto retiro sin
abandonar las comodidades (más bien aumentándolas) y sin dejar de escribir y de
publicar (o al menos de intentarlo). Tenemos una mascarada de eremita al
alcance de la mano, una prueba, un taller, un campamento de verano. Todo en
nuestra vida occidental ha sido un campamento de verano, en realidad, si hablo
de mi generación y mi país; incluida el
hambre, la guerra y otros destellos que nos llegan, pensamos, de lejos.
Deseamos que el campamento termine, claro, pero nos asusta la realidad que
habrá fuera. Por suerte o por desgracia, a menudo esa realidad nunca llega y
vivimos y morimos en este estado de prueba que algunos denominan ‘comfort’ y que, al cabo de unas décadas de
embrutecimiento sofisticado, ya no hubiéramos sido capaces de abandonar.
Morimos en embrión, en otras palabras. Un embrión que ha pensado mucho, eso sí,
eso seguro, pero que se ha ido empapando de nostalgia hasta convertirse por
inacción en una cosa obscena. Un bebé demasiado sabio. Un bebé rijoso y que
supura almíbar, vestido ya de viejo, cernido ya de harapos.
Quietos, se nos ha proporcionado,
sin embargo, una constante apariencia de movimiento. Los monitores del
campamento se han `preocupado, con un celo que raya en el fanatismo, de
enseñarnos las cosas más variadas y de mostrarnos los más curiosos paisajes. Y
nosotros lo celebramos alborozados hasta que, demasiado tarde, una cierta duda
empieza a permear la piedra, con los años; una duda turbia, desvaída, que se ha
colado en la grieta que ha formado la lluvia y ha madurado expandiéndose,
desagradable, inconforme. Es la sensación, incomodísima, de que nos han
engañado y de que hemos perdido el tiempo, y la sensación, más desabrida aún,
que va bajo su sombra, de que los principales culpables de la estafa somos
nosotros mismos. Lo disfrazamos, por lo general, con todo tipo de aficiones y
de excusas biológicas, porque la autocrítica sería devastadora. Si esta
sociedad se mirase al espejo con ecuanimidad saltaría al mar en masa, como la
pandilla de lemmings que es. Y apenas nadie ha aprendido a nadar. En el jardín
de infancia de las maravillas eso no lo enseñaban.
Comienza entonces, cuando uno
acepta esa duda, que es lo que uno debe hacer, un peregrinaje interno. Es el
lentísimo derribo de los ídolos a los que hemos tomado más cariño que a
nosotros mismos. Es el trabajoso reencuentro con el ser, al que encontramos, si
lo encontramos, adocenado en todos los peajes que un día juramos no pagar,
opiómano al fondo de un tugurio, envuelto en sus juguetes caros.
Es necesaria la acción para
sacudirse las pulgas. E incluso la inacción es una acción si parte de una idea
clara. Es necesaria pues, la idea clara. Pero la idea clara se dará de bruces
con el mundo, que la repele, que no la quiere, que se asusta de ella. Un hombre
que, esforzadamente, llega a una idea clara, encontrará que todo son
impedimentos. Encontrará que ni su madre, ni su sangre, ni desde luego sus
conciudadanos, desean que vaya y la ponga en práctica, porque una idea clara y
una acción dejan en ridículo a todo el que nos rodea, igual que un hombre virtuoso
y claro deja en ridículo a los fariseos, y es, por ello, odiado hasta la
muerte.
Hay ejemplos escritos.
Hacer el bien, aunque sea hacerse
el bien simplemente a uno mismo, es el acto de subversión inicial, aquí y
ahora. No embalsamarse, cantar por la calle, ayudar al otro –aunque el otro te
de internamente igual-, pensar un poco más allá del cepo: eso es una rebelión
que ningún código castiga, pero que es reprimida con saña intramuros. Supongo
que los que lo hayáis intentado lo sabréis.
Sigo leyendo “La Bruja”, ese libro
prodigioso de Michelet, que habla de tantas cosas si se le deja, y se me ocurre
que el Sabbath, la misa negra medieval, tal como la describe él, lejos de los
clichés habituales, como una explosión subversiva comunal y liberadora,
contiene, sin embargo, el error esencial que es causa del fracaso de muchas
rebeliones: replica la forma de aquello que odia y combate. El Sabbath es una
misa cristiana invertida, y por tanto muestra cuan a menudo el afán de
liberación se encasquilla en el simple hecho de la subversión y por ello, incapaz
de superar la forma, se pierde.
Liberación y subversión son cosas
distintas, aunque puedan ir de la mano. Y la forma es esencial.
Tratamos de jugarle al enemigo con
sus mismas cartas, y sólo conseguimos una baraja contraria con la que se
acabarán haciendo las mismas trampas. Queremos mofarnos de él en su campo, y
sólo conseguimos terminar siendo él, en lugar de ensayar una blitzkrieg que
cambie las reglas del juego para siempre. En lugar de imponer nuestra ley.
Pero para imponer nuestra ley
primero hace falta una visión clara de cual es nuestra ley. Primero hace falta
la idea.
Michelet retrata con su inusitada
delicadeza y penetración el núcleo de una rebelión que se construye en torno a
la figura de la mujer-médico y en contra de las dos opresiones principales de
los siglos XII y XIII, la feudal y la eclesiástica. Es un festín comunitario y
en gran parte inocente que sólo ansía un reino donde el abuso haya desaparecido.
Basta con echar un ojo a las imágenes que los supuestos satanistas de hoy
invocan, a las pinturas, grabados o películas que se acercan al tema, para ver
hasta qué punto los mismos que en cierto modo dicen defender tal rebelión han
caído en ese maniqueísmo de la forma que termina por dar la razón al rival.
Hombres oficiantes, mujeres expuestas, regusto sádico, curas corruptos. Nada,
en el fondo, que se pueda reivindicar como primera piedra de una nueva
sociedad. Sólo la mascarada del abuso contra el que se pretendía luchar y que
ha acabado siendo la propia seña de identidad. Una inversión de la que no hemos
tenido noticia, porque somos idiotas, y que haciendo que todo quede igual, nos
convierte en cómplices y en torturadores. Nos convierte en el opresor.
En el mundo de la música “alternativa”,
por ejemplo, ese error se ha dado de manera sistemática. ¡Hagamos nuestra
propia casa de discos! ¡En lugar de ser una gorda marmota avariciosa será un
cervatillo generoso! Y cuando nos damos cuenta somos el otro.
En este momento del día, mientras
escribo, se va la luz. Es aún de mañana. Primero, me acomete el pánico al
pensar que perderé todo lo escrito. Después, la resignación ante la doble
evidencia: primero, que si es así, así será; segundo, que tampoco se pierde gran
cosa, que todo se puede reescribir mejor, como sabrían, supongo, Lowry y otros
grandes perdedores de documentos. Así que me dedico a esperar arrancando las
plantas que han ido invadiendo la vereda que da a mi puerta y escribiendo, a
mano en mi cuaderno, otros apuntes:
“Se
me va la luz con cuatro páginas escritas que no sé si tendré ganas o fuerzas
para escribir otra vez. La puta tecnologica en su esplendor.
El
deseo de que una máquina haya hecho algo por ti. Un mal deseo, del que uno debe
apartarse lo más posible.
La
vida en el campo, ya que hablamos de Michelet. Los candiles y las palmatorias
de toda mi infancia. Las horas muertas esperando, escuchando como los ruidos
misteriosos recuperan el espacio y tratando de leer un libro bajo una luz
vacilante, uno a solas consigo mismo. ¿Cuán a solas consigo mismo estaban los hombres
y mujeres del siglo XII? Es normal que viesen cosas que no estaban, o que
estaban –que están- y que nosotros ya no somos capaces de ver. Desde luego, la
relación con el entorno sería radicalmente distinta: esa que yo y mi padre
vivimos como atisbos y que generaciones no tan lejanas vivieron como estados
semi-permanentes, o al menos estados que dominaban áreas completas de la vida.
Siempre recuerdo a X, hombre de campo que no llega a los setenta, contando como
de chavales iban hasta la verbena más cercana (una explanada con un
acordeonista, quizá) a pie, atravesando el monte sin iluminación alguna, en la
noche cerrada.
Y
aunque no es un problema en apariencia grave, este de la luz momentánea, aún de
día, cómo estorba, cómo nos retrotrae y cuánto nos dice de nuestra indefensión,
de nuestra capacidad y de lo cerca que podemos estar – queramos o no- de ese
otro ‘nosotros mismos’ al que ha cubierto la maleza de la civilización”.
Luego la luz regresa. Salvo dos
páginas de documento.
Intento regresar a él, aunque las
ideas ya se han mustiado un poco.
A menudo pienso que los cuadros que
nos presentan algunos visionarios no son probablemente más (ni menos) que el
atisbo de otra vida mejor. No sé si el matriarcado invocado y anhelado por
Robert Graves existió en el pasado, o si sería posible o factible una vez
desatados hasta tal punto de la tierra. No sé si la rebelión espontánea, comunal,
inevitable e inocente que retrata Michelet sucedió así. Y sin embargo me
parecen visiones válidas para un nuevo mundo. Visiones de unas revoluciones que
no luchan con las mismas armas del opresor y por tanto, no se corrompen de
inmediato, como pasa casi siempre. Cosmogonías alternativas que no ponen en
primer lugar el poder sino la comunidad. Planteamientos que básicamente
necesitarían, por desgracia, algo que cualquiera puede expresar con sencillez
pero que difícilmente sucederá: que nos dejen en paz.
Quizá para empezar a probar sólo
haga falta un apagón general.
Entiéndanlo metafóricamente si no
se ven capaces de volver a arrancar plantas, a contar historias por las noches,
a comunicarse por carta y a leer a la luz de un candil.
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