La gente dice “lo normal” y piensa en “lo bueno”, lo “moralmente adecuado”, aquello que te permite estar en paz contigo mismo de acuerdo con una ley superior a ti. Piensa en eso, pero en realidad se refiere a otra cosa. Se refiere a la seguridad y la comodidad de no distinguirse jamás, a cualquier precio.
La discusión es: ¿de dónde sale la ley moral? ¿Está inserta
en nosotros o bien, como nuestro supuesto poder democrático, “emana del pueblo”?
Pongamos la siguiente situación. Nos encontramos un perro
abandonado mientras caminamos por una calle de un pueblo desconocido. Está
herido, cojea y parece perdido y confuso, a punto de ser atropellado por los
coches que pasan, indiferentes. Tres de las infinitas opciones serían:
1- Recogerlo, llevarlo a nuestra casa y cuidarlo.
2- Pasar de largo.
3- Recogerlo, llevarlo a nuestra casa, torturarlo y
matarlo.
Según la concepción imperante, que considera que el concepto
de normalidad “emana del pueblo”, “lo
normal” es aquello que es más común numéricamente. En este caso, pues, sería, probablemente, pasar de largo. Sin embargo ese comportamiento es sólo el más
común en este momento, lugar y situación social. Un cambio de paradigma podría
hacer que lo más común fuese recogerlo y cuidarlo, pero también que lo más
común fuese recogerlo, torturarlo y matarlo. En cualquiera de los tres casos,
la actuación, amparada por el mayor número, sería considerada como “lo normal”
y tendría carta blanca y refrendo social. Y se seguiría a rajatabla. Se
argumentará que torturar y matar a un perro nunca podrá llegar a ser
considerado lo bueno de manera colectiva, pero no veo por qué no iba a suceder
con los perros si ha sucedido en numerosas ocasiones con los hombres, o con “tipos
determinados” de seres humanos.
Según la concepción, en cambio, que considera que lo normal
es “infligir el menor daño posible a cualquier criatura”, lo normal sería
recogerlo y cuidarlo. No habría variación al respecto, por muchos cambios
sociales que se dieran: el menor daño posible seguiría guiando a la misma
respuesta: abandonarlo a su suerte en medio de la carretera o torturarlo y
matarlo siempre serían peores opciones a ese respecto, excepto, quizá, si
partiésemos de un nihilismo de raíz que considerase que morir es siempre mejor
que vivir. En todo caso, fuese cual fuese la postura, esta permanecería fija en
el hombre que la toma, independientemente de lo que su sociedad juzgase justo o
injusto, aceptable o no.
Por supuesto esa actuación en conciencia no siempre tendría
el refrendo de la masa social, que muy bien podría opinar coyunturalmente de
otra manera. Uno podría acabar en la cárcel por socorrer a un perro cuando la
costumbre o el “momento” dijesen que lo
correcto era torturarlo y matarlo. Incluso podría ser acusado de
colaboracionista por pasar de largo.
Una moral que se asocia al concepto de lo que es “normal” y
que asocia esa normalidad al número está condenada irremediablemente a una
fluctuación aberrante y, en última instancia, al crimen.
Una moral que se asocia al concepto de lo que es “normal” y
que asocia esa normalidad al número es sólo un disfraz de la comodidad y la
cobardía social que pretende estar siempre con Goliath y su pandilla, los
viejos abusones del patio, y que acaba, por omisión, convirtiendo esa pandilla
en un ejército.
Son los condescendientes, los moralistas de la normalidad,
también, los que en ese ejército adoptan los papeles más infamantes, los administradores,
los funcionarios y los leguleyos, los Eichmann y compañía que ni siquiera han
tenido nunca el coraje de amparar su crimen poniendo su vida por delante. ¿Es
justificable su cobardía de contable? Creo que no. Si no hubiesen matado o
dejado morir al primer perro, nunca hubiese acabado detrás de su siniestro
mostrador. Si no hubiesen permitido, colaborando con ella, una moral del
número, quizá ese mostrador jamás hubiese existido.
Curiosamente, Goliath, el ídolo de barro al que adoran bajo diversas formas, no comparte exactamente su “moral del número”, simplemente la utiliza. Un Kniébolo, digamos, poseía su ley moral a despecho de la masa, pero sabía que construida una dinámica de fuerza y grupo, la oveja se une sin chistar, y que la oveja es legión. Por supuesto su ley moral era una aberración y un cáncer, pero desde luego no acataba a la masa, sino que la usaba.
Sin esa moralidad de “lo normal numérico” y del miedo
sistemático a la violencia y al problema, por pequeño que sea, Kniébolo no hubiese
sido más que un pervertido solitario. Quizá hubiese torturado y matado al perro
en secreto. Quizá hubiese sido un serial-killer de villorrio austríaco.
Nos hubiésemos ahorrado un puñado de millones de muertos.
O quizá otros hubiesen perpetrado su “papel”.
Todo son preguntas.
De hecho, reviso esto
que he escrito y me digo que la frase “no acataba a la masa, sino que la usaba”
podría estar del todo equivocada; que quizá Goliath/Kniébolo acataba en
realidad un deseo subyacente y general de la masa, que execra todo aquello que
considera marginal e indigno de su propio y pacato orden, de la misma manera
que la mujer que tengo al lado en el café alarga cinco céntimos a la gitana,
refunfuñando, harta de esa vida “tan fácil” de los pobres de solemnidad. Entre
ella y el estado totalitario puro hay un paso. El breve pasito de alguien loco, comprometido hasta el fin, inteligente y manipulador.
Todo son preguntas, sí, y supongo que están contestadas en
los manuales básicos de filosofía cuyo contenido recuerdo ya muy desvaído. En
todo caso, fijar la propia visión a despecho de lo que digan los demás me
parece siempre un buen punto de arranque para responder. Alude, creo, a una ley
divina autoinstaurada, es decir, a una ley que considera que Dios, inexistente en cualquier otro modo o plano, habita en nosotros en forma de conciencia
personal, y que esa conciencia personal no se atiene a ley humana alguna, si no
que ES, de hecho, la única ley humana que hay. En mí, su único párrafo
infranqueable es ese “haz el menor daño posible”.
Me ha traído innumerables problemas y sinsabores intentar seguirla. Os lo puedo
demostrar.
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