En un artículo sobre el Holandés Errante recogido en su “Fábulas y leyendas de la mar” Alvaro Cunqueiro toma del romántico Aloysious Bertrand –y transforma en prosa- el siguiente poema sobre Harlem (la ciudad holandesa, no el barrio neoyorquino): “Harlem, esta admirable fantasía que resume la escuela flamenca. Harlem pintada por Jean Breughel, Peeter Nef, David Tèniers y Pablo Rembrandt; y el canal donde el agua azul tiembla, y la iglesia donde el vitral de oro flamea, y el balcón de piedra donde se seca la ropa blanca al sol, y los tejados verdes de lúpulo; y la cigüeña que bate sus alas alrededor del reloj de la ciudad, tendiendo el cuello al aire y recibiendo en su pico las gotas de lluvia; y el inquieto burgomaestre que acaricia con la mano su doble papada, y la enamorada florista, que enflaquece contemplando un tulipán; y la gitana que ensueña tocando su mandolina, y el viejo que toca el pandero, y el niño que infla una vejiga; y los bebedores que fuman en el estrecho portal, y la sirvienta de la posada que cuelga de la ventana un faisán muerto”.
El párrafo, que hubiese podido ser del mismo Cunqueiro (con él y con Borges,
vampiros elegantes, siempre subyace esa impresión), usa una superposición de
elementos típicos de un entorno burgués que ofrecen una quieta impresión de
domesticidad, de seguridad, de paz social, de “costumbrista” viejo mundo donde
las cosas son “como deben ser”. El resultado es romántico en el sentido, en
efecto, más burgués del término: es la estilización poética de los supuestos
logros de la burguesía, que mira al pico de la cigüeña, al paisaje calmosamente
incendiado y a los borrachos de la tasca y lo ve todo ello transido de una luz
propia, y piensa: todo esto lo he hecho yo, lo hemos hecho nosotros”. Un yo y
un nosotros que no significan “la humanidad”, sino “los hombres de bien”.
Curiosamente, como cualquier estilización romántica, el párrafo no es
una descripción, sino un deseo y una añoranza que se mezclan: “así, como Harlem
me la presenta en este momento fugaz, debería ser la vida”, viene a decir, “y
así fue alguna vez, en la niñez, o en los cuentos de mi padre, o en el tiempo en que el hombre habitaba el Jardín del Eden. Este Harlem
me recuerda esa perfección que ya no está”. Para el burgués el Jardín del Eden
es, en efecto, un lugar donde cada uno acepta su sitio con una socarrona
tranquilidad casi zen; un lugar iluminado y al tiempo congelado. Por supuesto
el burgués sabe que la realidad no es así: hay en ese Bertrand y en todo Cunqueiro un deseo y una nostalgia de algo que acaso nunca existió. Y quizá, sin embargo, también algo de verdad, ya que esa capacidad
(o incapacidad) que permite mirar paisaje y gentes como quien observa complacido
una construcción propia e ideal sí es en cierto modo un hallazgo burgués.
“(…) en los tiempos burgueses (es decir, clásicos y
románticos)…” dice Barthes en algún lugar de su libro “El grado cero de la
escritura”. Quizá habría que añadir que el romanticismo es siempre una
nostalgia y que cuando lo es de un clasicismo de cuarta mano, es, sí,
prototípicamente burguesa. Porque el burgués no consume ni en el mejor de los
casos intuiciones, sino literatura aceptable, es decir, pastiche. Cunqueiro, que
me gusta y mucho, es pese a ello un perfecto ejemplo de ese talante: bajo la apariencia
de tratarlo, esquiva siempre lo grande, lo heroico, lo que pueda alterar la paz
social, lo iracundo, lo tumultuoso, lo terrible o miserable, lo conflictivo, en
suma. Su literatura es una foto fija que amalgama épocas en un elogio de la
pasividad: todo en él es una refundición de taberna –deliciosa eso sí, con ese
talante de señorito que gusta de bajar a los márgenes y se lo permite, ¿por qué
no?- en la que esa luz de reconocimiento prestada del Harlem de Bertrand invade el cuadro e ilumina internamente a unos personajes populares que pasan a
formar parte de eso, de un cuadro.
Cunqueiro ama a sus personajes y es condescendiente con
ellos. Pero sólo los ama, precisamente, porque puede ser condescendiente con
ellos. Por lo demás, los trata con ligereza como si en lugar de hombres fueran
hermosos recortables, que es lo que al cabo son. Cunqueiro es un paraíso
caprichosamente imaginado y tallado en la marginalia de un ideal antiguo
régimen: añora un Edén que se le deshace entre las manos y cree reencontrarlo
no ya en esos tipos populares a los que a menudo describe magistralmente, sino
en su propia postura ante ellos.
Otro hombre, otro escritor, otra visión, trataría el mismo
sustrato sin duda de otro modo, quizá opuesto, buscando, y por tanto
encontrando, otras cosas.
Pongamos por ejemplo a Xosé Luis Méndez Ferrín, que viene de
otras tierras pero también de la misma, en cierto modo. Quizá el Vigo que ambos vivieron los une, al
de Mondoñedo y al de Ourense, no lo sé, pero por lo demás, todo
es separación: los personajes de Ferrín, aflorando inevitablemente del mismo
espejo, no pueden ser sin embargo más distintos a los de Cunqueiro. En él, esa
desabrida oscuridad de ceniza que permea su obra maestra “Arrabaldo do norte”
los cala a ellos también, hasta la médula. Donde en Cunqueiro había conformidad hay un
descontento nuclear, una lluvia pesada y persistente de desastre. Donde había
paz social hay guerra, aunque sea en la forma de la mueca de quien tiene una
bota sobre el cuello. Donde había un cuadro capturado en el ambar de un kistch casi
medieval, un pudibundo dibujo de la inmortalidad, hay ahora un deseo de
movimiento castrado, un deseo de dignidad que se traduce en un grito
inarticulado, un grito que proviene del núcleo mismo del miedo y de la ofensa.
También una percepción de la degradación y de la perversión humana cuyo detalle
y cuyo relieve Cunqueiro no hubiese tolerado.
Me es difícil -aunque necesario- hablar de Ferrín aquí
porque siento que no he explorado su obra con la seriedad que probablemente requiere: me ha influido y me ha afectado, pero sin análisis organizado por mi parte.
“Percival e outras historias”, “Arrabaldo do norte”, el incontestable volumen
de cuentos que es “Arraianos”, “Retorno a Tagen Ata”, “Bretaña esmeraldina”, “Con
pólvora e magnolias”... Todos esos ejemplos de un canon erizado, irregular, muy
brillante en ocasiones, oscuro, político, que no elude el conflicto, los he
leído con placer en épocas distintas en las que no pretendía yo más que
entretenerme en el sentido más sencillo del término. Ahora siento que quizá les
debo una relectura colectiva que me haga más perspicaz sobre su interior común.
En todo caso, y a riesgo de decir disparates, diré lo que
pienso:
Cunqueiro es un costumbrista semi-panorámico -al estilo del
Bertrand que se entrevé en el párrafo con el que abro este artículo-, y su “panorama”
de lo popular está entretejido con anécdotas y es de calado periodístico y
conversacional. Lo popular en Ferrín, a cambio, es político y existencialista. El orensano –no desdeñemos la influencia de
Poe en la literatura gallega, aunque sea añadiéndole después a algunos
franceses- es un ambientalista poético y existencial: gran parte de su idea
misma es transmitida por la atmósfera difícilmente respirable que atenaza sus
mejores obras, y esa atmósfera funciona con la misma eficacia que en Camus
hubiese tenido una nítida pregunta. No está tan lejos, en eso, las tasca del
arrabal del norte de la incierta casa de Usher: su “panorama” es una especie de
implosión hacia un círculo del infierno personal; su "panorama" es el resultado
catastrófico de una injusticia incomprensible y casi cósmica que, paradójicamente, funciona como metáfora de lo terreno y lo actual.
El paisaje
(entendamos la descripción de lo popular y lo social también como paisaje) es
siempre en los grandes escritores un tono moral, y por tanto, en sí, una
postura ética e inevitablemente política. El de Cunqueiro y el de Ferrín son
diametralmente opuestos.
A veces, pocas, en libros imperfectos pero serios, como "Bretaña, Esmeraldina", Ferrín se me antoja también una especie de Stevenson arrasado y circular, que hubiese atravesado el
infierno. Curioso que lo sienta así, porque en principio el de Edimburgo
pareciera tener más contacto con Cunqueiro. Pero no. En Stevenson hay una
disconformidad de fondo que, si se lee con cuidado, resuena en el interior de
su prosa económica, elegante, casi perfecta y por tanto, engañosa. Esa
disconformidad, que lleva al afán por la aventura, late poderosamente en
Ferrín, mientras que Cunqueiro, por decirlo así, vive en casa, confortablemente.
Su metafísica es de encaje, de broma culta. Sus defensores argumentarán que no le hace falta
salir del cascarón para imaginar. Que al hombre no le hace falta mover un dedo para sufrir e interrogarse. No seré yo quien lo niegue.
Sea como sea, creemos saber cual es el deseo y la nostalgia
que mueven a Cunqueiro. Pero, ¿cuáles son los que mueven a Ferrín?
Esa es una buena pregunta.
Hoy, en Vilanova de Cerveira (Portugal), es sábado y hay feria. A buen seguro ambos escritores verían este pueblo que ahora es el mío de manera muy distinta, y yo probablemente lo vea de un tercer modo. Mi amor por lo popular es distinto. Lo popular querido es en mí otra cosa, porque ha sido forjado en otros barrios, otras lecturas y otras épocas. Está, en mi caso, formado por puntos de resistencia; puntos que, como los de los pasatiempos, hay que unir si uno quiere conseguir la silueta de un pájaro o un dragón. Pero esa es otra historia. Yo soy un tercer hombre que hoy no importa.
Para escribir como Cunqueiro, además de un talento inusual y
propio, se necesita ser presa profunda de una ilusión, o de varias. Presa de la
nostalgia de un paraíso pasado que jamás fue. Es el mismo paraiso falaz que, con mucho menos tino y menos belleza, la burguesía construye siempre, desastrosamente, a contra de la historia.
Para escribir como Ferrín, además de otro talento
probablemente comparable, que no igual, se necesita ser presa profunda de una
ilusión, pero distinta. En su caso la nostalgia es, probablemente, de un futuro por lo demás igual de incierto que el pasado del otro, pero, como todo lo futuro, aparentemente posible mientras la realidad no nos explique lo contrario.
Cunqueiro es una rueda de Molino, cuyos cazos devuelven el
agua, unos metros atrás, al mismo río. Un río y una rueda, y un molino, eso sí,
hermosísimos. Ferrín es el agua de un embalse, su centro angustiado, profundo,
oleaginoso, que se consume en el ansia de una libertad con la que, si le fuese
concedida, acaso no sabría qué hacer.
Incluso en el gusto que comparten por una “materia de
Bretaña” entendida en sentido laxo, o en su común talante referencial, ambos
escriben separados por un foso insalvable que, en realidad, separa siglos, y
que separa también el deseo de inacción del deseo de acción.
Los siglos aquí en Galicia tienen un correr extraño. Y lo de
la acción y la inacción daría para unos cuantos libros.
Me quedo pensando en todo ello y en mi propia idea de
Galicia, aquí, al borde del Miño, sentado en el único café que ha decidido no
poner comida para los turistas (ese es un gesto inconsciente muy mío), y me
pregunto si toda narrativa nace del deseo de un imposible. Quizá sea así. Si
fueran posibles esos deseos acaso estaríamos ocupados realizándolos en lugar
de cubrirlos con literatura; huyendo campo a través en lugar de escribir poemas
en la pared de la celda. O quizá eso sea lo que hacemos.
Dice Juan Forn (a quien no he leído) en una reciente
entrevista para Revista Paco, lo
siguiente: "Lo que tiene la literatura es que a vos te pueden gustar
con locura tipos que son completamente opuestos y que se odian entre sí o que
se hubieran odiado, si se hubieran conocido. Sin embargo, los dos te nutren
mucho y de hecho vos si sentís que ellos son tus maestros, creés que sos
coherente con los dos".
No sé si Cunqueiro y ferrín se conocieron, supongo que sí. No sé si se odiaron o se quisieron. Ambos, en todo caso, me han "nutrido" y me han procurado largas tardes de
placer, ayudando a afilar un poco mis ideas; y, por opuestos que sean, es cierto que creo que mi aprecio por ambos es coherente. Decidí hace tiempo no tener "maestros", pero les debo a cada cual lo suyo.
Quizá se lo pague, alguna vez.
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