Anda todo al mundo a vueltas con la corrupción, con el país, como siempre. Si nadie hubiese intentado arreglarlo en un principio, al país, quizá su estado no sería tan desastroso. Si nadie lo hubiese creado, sería aún mejor. Si nadie hubiese empezado nada, nunca. Y así, en un salto no excesivamente grácil, tambaleándome, paso de la enfangada política española a aquel momento en el Jardín del Edén en el que se planteó el que fue nuestro primer problema y el que será probablemente el último. Así funciona mi mente: tiendo al tiempo a la síntesis y a la ensoñación. Soy, al menos en eso, indudablemente masculino. Un poco más de capacidad de trabajo y sería un artista del siglo XX. Sin ella, me quedo en artista del XIX, pobre diablo del XXI, hombre blanco vagamente amenazado por los cuarenta con algo de oficio, poco beneficio y demasiadas preguntas.
En cuanto a la mente del país, de cualquier país, Baudelaire
la definió con precisión: “Las naciones sólo tienen grandes hombres a pesar
suyo, -como las familias. Ponen todo de su parte para no tenerlos. De este
modo, el gran hombre necesita, para existir, poseer una fuerza de ataque
superior a la fuerza de resistencia
desarrollada por millones de individuos”. El país y la familia: cuando se trata
de la sana y metafórica tarea de matar al padre, eso es lo que hay, aunque raramente
conseguimos más que rasguñarles la cara a esos entes, rara vez algo mejor que encharcarnos
en discusiones estériles. La razón es sencilla: creemos que podemos, en lugar de matar,
cambiar, y ahí está todo nuestro fracaso, porque los países y las familias, en
esencia, jamás cambian; su núcleo sigue siendo siempre saturnino, y su tarea
primordial, quizá la única, es devorar a sus hijos. Saturno, por lo que a mí
respecta, fue el primer conservador total. El primero que vio la (su) necesidad
de “cambiarlo todo para que nada cambie”, esa que Lampedusa explicitaría más
tarde en El gatopardo.
Un hombre libre no debería pertenecer a ningún país ni a
ninguna familia, pero, y volvemos a Baudelaire, “los pueblos adoran la
autoridad”, y los hijos, que en el fondo son un pueblo, la adoran igualmente. España,
ese país cainita donde siempre acaba triunfando el bando del “vivan las cadenas”
es especialista en esa adoración enfermiza, cobarde y funcionarial que
justifica todas las sevicias. La autoridad es la excusa nacional, sin ella,
pensamos, muy adentro, no sabríamos vivir. España es el orden en su forma de
horror amorfo, cruel e ineficaz. Quizá es por todo esto que uno se siente
extrañamente liberado, si es fuerte, si interiormente le queda algo de libertad,
cuando mueren los padres. La muerte de los países, por lo que a mi respecta, es
también motivo de celebración.
A este respecto, admiro profundamente la mentalidad
pionera de los anglosajones, que
consideran al estado como un mal necesario, al que hay que estar recordando
siempre sus límites so pena de ser absorbidos por él y desaparecer. El estado,
como las religiones establecidas, tiende al todo. Visto en perspectiva cenital,
el hombre parece un conjunto de elementos numerosos pero pequeños y mal
organizados que intentan resistirse a esa totalidad con poco ímpetu. La mayor
parte de las personas a quienes admiro por su pensamiento o su acción, son
resistentes, teóricos o prácticos, da igual, pero resistentes convencidos.
El poeta Roger Wolfe, que tiene un poemario antiguo de
hermosísimo título, “Días perdidos en los transportes públicos”, que algo
tendrá de anglosajón y que es también
confeso admirador de Baudelaire, hablaba de todo esto, de la familia y el
estado, en un texto de hace unos años que no he sido capaz de volver a
encontrar en internet. Venía a decir, creo -resumiendo y quizá traicionando- que
pese a todos sus horrores la familia es un organismo colectivo de defensa
contra el estado. Uno de los pocos que funciona. Creo que tiene razón, pero el
precio de la armadura es enormemente caro.
Intentando ahorrarse ese precio, la familia se ha intentado
replicar a menudo de manera más libre o más moderna, casi siempre terminando en
fracaso. A veces pienso en comunas hipotéticas y siempre me acaba por parecer
posiblemente odiosa una reunión de tipos que se desprecian y cuya mala fe ni
siquiera está contenida por la sangre. Porque es la sangre lo que contiene el
odio que vive en la familia y la hace, parcialmente, eficaz. Por lo demás, es
una institución tan tétrica como la policía política, que es, al cabo, lo que
la mayor parte de las veces termina siendo. Como ente maligno, de hecho, está
admirablemente diseñado, y por eso ha podido ser la célula madre de estado, iglesia
y la mafia.
Pensarán ustedes que me pongo tremendista, que no es para
tanto. Quizá tengan razón. Y quizá nada es para tanto. Yo mismo tengo una
familia con la que me llevo bastante bien y a la que, hablando en términos
comunes, debo bastantes cosas y no puedo acusar de nada. Para que este texto no
parezca una simple rabieta macabra hay que olvidar los términos comunes, y el
lazo de la sangre que nubla siempre la vista, y pensar en todo aquello que se
nos ha obligado y se nos obliga a hacer constantemente, a la contra de nosotros
mismos, desde el nacimiento hasta la muerte. Pensar quién y cómo lo hace, hasta
descubrir la poca culpa que tienen en todo ello los ejecutantes concretos. Hay
que ver detrás de la máscara y entender a la familia no como esos hermanos,
padres, madres, abuelos y tíos más o menos simpáticos, generosos o francamente
buenos; hay que entenderla como un vehículo sonda cósmico que muta su forma
lentamente, un Hal 9000 que se resiste a morir, que se alimenta de nuestro
tuétano y al que sólo y únicamente servimos de algo si funcionamos dentro de
unos determinados parámetros, esos que llevan inevitablemente a la decisión más
ciegamente animal del ser humano: la procreación.
No, la familia no quiere grandes hombres, ni
librepensadores, ni desviaciones de ningún tipo que se separen un milímetro del
canon. Visto en ese plano cósmico, o socio-evolutivo, si se prefiere, para la
familia un filósofo y un pederasta son igualmente reprobables. La familia es Saturno.
Por supuesto, para devorar hijos, hay que tenerlos.
Y pese a que comparto la reflexión de Wolfe sobre la
utilidad de la agrupación familiar como organismo resistente, sé también que si
nunca hubiese existido, jamás se habrían desarrollado los otros métodos de
tortura citados anteriormente y que ella, en ocasional paradoja, nos ayuda a
eludir.
La familia provoca nuestra muerte como entes diferenciados.
Es una suerte que eso, seres diferenciados, sea algo que
poca gente aspira a ser.
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