“Todo lo que no es tradición es plagio”, decía el otro.
A un amigo mío que sobrevive aún en el mundo de la música
después de muchos años le gustaba citar esa frase. Si consideramos a la ópera bufa,
la intertextualidad, el TNT y el don de lenguas como plagio, o como tradición, el
aforismo es bastante ajustado. Si consideramos al buceo libre, la sátira amarga,
la genealogía experimental y el lento
reconocer al padre frente al espejo como plagio, o como tradición, la frase es
bien cierta. O si consideramos directamente el plagio como la primera de las
tradiciones. O como el origen de las tradiciones. La idea atañe, en todo caso,
a la esencia misma del arte, y en el caso del Rock&Roll el proceso de seguir
el hilo es tan divertido como ambiguo.
Inyectado inevitablemente de música popular, aunque con un
pie fuera del charco magmático original, el Rock&Roll conservó siempre una
de las características esenciales de aquella música primera de la que surgía,
mixto y aullante: la capacidad (la vocación) de copiar modelos preestablecidos
incluyendo en ellos pequeñas mutaciones.
Fueron otros condicionantes los que le facilitaron una evolución rapidísima,
pero fue ese el que permitió que acabase siendo una música tan rica como amplia
en ecos, tan terrosa como tentacular, y que hoy (siempre en el entorno
anglosajón, se entiende) una banda de vanguardia pueda tener, por ejemplo, un
núcleo de blues tradicional sin que eso se vea como un lastre, sino más bien al
contrario. Integración y uso.
Ese blues, o la canción europea, o el folk irlandés… toda la música “tradicional”, en realidad, ha funcionado siempre de esa manera pragmática y visionaria: el standard y la fórmula son fórmula y standard porque funcionan, luego, es no sólo lícito, sino útil y quizá necesario recogerlos y usarlos en nuestro beneficio. Cambiamos un verso, movemos un acorde, rompemos un par de huesos aquí y allá, lo firmamos a nuestro nombre y a correr. Nada que objetar por mi parte a este método de trabajo que permite llevarse consigo lo mejor de la historia y escupirlo con la necesaria furia de lo nuevo. Por supuesto hablamos siempre de los mejores. Los mejores saquean el oro. Los demás hacen cuadernos de caligrafía.
Ese blues, o la canción europea, o el folk irlandés… toda la música “tradicional”, en realidad, ha funcionado siempre de esa manera pragmática y visionaria: el standard y la fórmula son fórmula y standard porque funcionan, luego, es no sólo lícito, sino útil y quizá necesario recogerlos y usarlos en nuestro beneficio. Cambiamos un verso, movemos un acorde, rompemos un par de huesos aquí y allá, lo firmamos a nuestro nombre y a correr. Nada que objetar por mi parte a este método de trabajo que permite llevarse consigo lo mejor de la historia y escupirlo con la necesaria furia de lo nuevo. Por supuesto hablamos siempre de los mejores. Los mejores saquean el oro. Los demás hacen cuadernos de caligrafía.
Fueron esos, los mejores (conocidos o no), los que incluso cuando
la fiebre de la originalidad impregnó al Rock&Roll supieron seguirla con
brío, reinventándose, pero sin olvidar el anclaje, la vastedad de la raíz. Y
sin dejar de usarlo a su favor. La trilogía ácida de Dylan, por poner un
ejemplo palmario y bien conocido, le debe tanto al don visionario de Zimmerman,
a su retórica proto punk y a su radical giro eléctrico como, digamos, al Rythm
and Blues, al folk, al country y a la Biblia. Fue inyectar calambre al joven
muerto, a ese Lázaro del delta y de las planicies perdido en la américa moderna,
lo que produjo el milagro. Si se intenta inyectar algo en lo nuevo, casi
siempre se pincha en aire. Y recurrir a la Biblia es, convengamos en esto, pura
tradición, aunque se haga para refutarla; aunque, como en ese arranque de “Highway
61” que me sigue fascinando, se pesque en Genesaret con dinamita:
Dios le dijo a Abraham: sacrifícame un hijo.
Abe dijo, “tío, debes estar de coña”
Dios dijo “no”
Abe dijo “¿Qué?”
Dios dijo: “puedes hacer lo que quieras, pero
La próxima vez que me veas venir será mejor que corras”
Abe dijo: “¿dónde quieres que se haga el sacrificio?”
Dios dijo. “Allá, en el autopista 61”
Por supuesto, lo que era revolución para la narrativa rock,
un género que entonces despertaba, había ocurrido décadas antes en el mundo de
la literatura avanzada. Dylan no hizo nada, en lo revolucionario, que no se
hubiese hecho diez, treinta o cincuenta años antes en otros ámbitos literarios.
Simplemente lo hizo con música, amplificado y, digamos, “para niños”, justo en
el momento en el que esos “niños” habían tomado el poder o se habían
convertido, al menos, en el público principal y el consumidor principal. Aun
así, su capacidad para el collage posmoderno, la amalgama de iconos y la fragua
de un nuevo eslabón del auto-mito americano era asombrosa. En el fondo del
estallido de cualquier exabrupto rupturista, sospecho, hay siempre un icono que
hasta mi abuela, incluso muerta, podría reconocer, por eso la bomba funciona. Dylan
era catedrático en eso.
Collage. He escrito esa palabra y ahora la paladeo. Esa
palabra me gusta: implica una libertad que hoy hemos perdido, inmersos no en la
tradición o en el plagio, sino en el plagio de la tradición.
Considero que si perteneces a una línea de sangre, eres
unitario pero libre. Pero si lo que haces es copiar esa línea de sangre, eres
un fracaso desde el inicio y un ejemplo de que esa sangre no es tuya ni lo será
jamás. La diferencia entre un hombre influido por un hombre y una banda de
versiones es la que hay entre el destino y la patochada. Y una banda de
versiones encubierta es ya una patochada infame. Entiéndase lo que digo (si se
quiere): Precisamente porque creo en esa tradición y en ese plagio, en ambos,
como parte del motor de combustión del arte, estoy perfectamente a favor de que
la gente haga versiones, con lo que estas tienen de mutación, aprendizaje y
ensayo. Me parece una parte de la educación formal y sentimental tan necesaria
como amable. Ahora bien: Entre el que aprende a pintar con los clásicos y el
que vive de vender eficaces acuarelas miméticas existe la distancia exacta que
va del artista en ciernes al artesano grandilocuente. El segundo no me interesa
porque no significa nada. Su posición es comercial y estática, y existe apenas
como ente gracias a la peor de las lacras occidentales: la nostalgia de algo inexistente.
Curioso, dado todo esto, inevitable quizá, que algunas de
las pequeñas iluminaciones que uno se encuentra en el camino vengan
precisamente por la vía de la versión. Me compro el “Slow Dazzle” de John Cale
para subsanar una de mis penosas lagunas históricas, y porque me gusta John
Cale, y me encuentro allí con una versión de “Heartbreak Hotel” que, firmada en
el 75, explica casi toda una carrera. Curiosamente la carrera que explica no es
la de Cale, en cuya obra esa versión no es sino una excentricidad ocasional,
pura marginalia. La obra que explica es la de Nick Cave.
Es este el momento en el que quienes no hayan escuchado el
tema pueden darle al play en el video de youtube adjunto (no se oye muy allá,
mejor, obvio, el disco), y quienes lo conozcan de sobra pueden pensar “de eso
ya me di cuenta yo hace veinte años”. Lo cierto, en todo caso, es que un porcentaje
muy, muy alto de lo que Cave ha hecho toda su vida, no ya musicalmente, sino en
espíritu, está contenido en ese tema. En su oscuridad plástica, en su histeria
subyacente, en su burla macabra, en su sintético aullido de profeta de neón, en
su efectista grave de guía, en su tremendismo de salón.
Por supuesto ahora vienen las eternas disquisiciones y
argumentos: “Uno puede llegar a un mismo punto diez años después que otro, sin
haberse siquiera conocido y por caminos diversos, y bla, bla, bla…”. Yo me
pongo la canción una y otra vez y pienso: “coño, John, parece que lo hubieses
dejado aquí como un caramelo envenenado, cabrón”. Qué se trate de un tema de
Elvis, no hace más que engrandecer el minúsculo cuadro, convirtiéndolo en una
especie de viñeta mitológica Pop: Elvis, el Rey. Su cuarto mortuorio saqueado
por un vanguardista burlón, en una tarde de resaca. Después el vanguardista
burlón saqueado por un trascendentalista de palo que sobre una astilla en el
pie de la cultura popular construye un edificio entero con ansias de palacio.
No estoy muy a buenas con Nick Cave, últimamente, y esto
casi me ha matado el nervio. El australiano me parece un buen artista lastrado
por su intento –algo estéril- de entrar en una tradición fingiendo que la
fractura. Lastrado, también, por un ansia de ser un gran literato sin la cual
le hubiese ido mejor. Aunque le ha ido de puta madre, supongo. Lo bastante, al
menos, para permitirse su reciente película, una oda vacía a sí mismo en la que
dice con voz ampulosa “Te contaré un secreto” para luego soltarte una ristra de
lugares comunes. Una castaña egomaníaca de poco fuste, pobretona, entretenida
apenas por los ratos en los que uno puede atisbar como el individuo hace
aquello que realmente hace bien: conducir a hombres con más talento y menos
ambición que él para crear discos cojonudos. Las mismas apariciones en el film de
Blixa Bargeld, fugaz, apático, diciendo nada, y de Warren Ellis, entusiasta, curriqui,
motivado, muestran los dos puntos de fuga que la amistad ofrece a ese dechado
de ego que se desborda en el vacío: la sumisión utilitaria y sincera (Ellis) y
el desprecio aristocrático de quien se cree superior, aunque acaso no tan
reconocido (Blixa).
En resumen: por mucho que me guste Nick, gran parte de su
propuesta está consignada, abierta y cerrada, en un tema de John Cale escrito
cuando Cave comenzaba a balbucear y que no es sino una versión de Elvis. Eso no
me hace odiar a Cave. Ni amar a Elvis. Simplemente, confirmo una vez más que
determinadas visiones libres de la tradición dan lugar a nuevas ortodoxias; que
a veces lo que se considera originalísimo tiene un pie en lo mimético; que las
influencias son múltiples y bastantes veces ocultas o no declaradas y que la vanidad,
al cabo, sobra –aunque sea inevitable,
humana- cuando uno navega por un río que parece cambiar siempre pero es también
eternamente el mismo, el de las voces, el de los cuentos. Apunto, también, que hay
vértices ocultos en toda esta ecuación mutante que une tradición, plagio y
originalidad, y que es un trabajo entretenido descubrirlos y sentarse allí a
observar, en esos picos extraños, subterráneos pero altos, muy altos. Sentarse
junto a John Cale, que ya estaba allí, disfrazado de sombrerero loco, y
contemplar como la cultura popular muta y evoluciona, y como unos cuantos
gallos se ponen las medallas y otros, bastantes más, empujan la piedra que
rueda trabajosamente cuesta arriba.
Recuerdo, por último, que en un disco de versiones de Cohen
que siempre me ha sido muy querido por razones extramusicales, “Im your fan”,
los dos números fuertes, los dos que sigo escuchando cuando lo reviso, eran
precisamente de Cave y de Cale. Nick desguazaba “Tower of Song” en una
gamberrada deliciosa. John, piano y voz, ejecutaba un “Hallelujah” estremecedor
que dejaba al original tres cuerpos por detrás, comiendo polvo. Curiosamente,
ese disco un poco absurdo fue mi puerta de entrada al trabajo en solitario de
ambos artistas.
Una vez más, por la vía del plagio.
Y hacia el enfangado territorio de la tradición.
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