Está ese momento, al terminar un libro, en el que te asalta
la certeza de que has dejado fuera lo más importante. De que las pocas
conclusiones radicales que hubieras podido obtener se han quedado por ahí,
hechas girones en los márgenes, apuntadas en cuaderno por el que no volviste a
pasar, amputadas como escoria cuando eran médula central. Quizá por equivocación. Quizá por piedad hacia uno mismo y los demás. “Tampoco hay para
tanto”, te dices luego, escudándote en cuatrocientas páginas de paja que arde y
cuyo humo blancuzco difumina el paisaje. El humo intoxicante de la broza. “Tampoco
hay para tanto”. Y entonces recopilas esas ideas que precisamente por no
haberse usado, se salvaron del fuego, y las miras con sospecha. Y luego vuelves
sobre ellas.
He gastado parte de mi vida, y una parte sustancial de mis
últimos años, en hablar de artistas (músicos, casi siempre) que pueden ser calificados de “underground”,
de subterráneos, de poco conocidos por accidente o ceguera general. Tal
condición, la de subterráneos, era en la mayor parte de los casos sobrevenida,
no vocacional. Conozco sin duda gente que voluntariamente se encierra en un
agujero en medio de la estepa, se cubre con un plástico y asegura que allí se
está mejor que en ninguna parte, pero sé que la mayor parte de nosotros
queremos nuestra tajada de reconocimiento (con el dinero y la adulación
también, sí, ¿qué es el reconocimiento, si no?). Y estoy seguro, porque he
experimentado el momento, de que quien toca para cinco preferiría a cien, sudorosos y bailando, petando el garito y convirtiéndolo en una caldera; y de
que quien toca para esos cien estaría conforme en que fueran mil y salir luego
por atrás en una furgo negra, diciéndole al manager: “dale un cigarro al
anarquista”. Las cosas como son.
Pero es que las cosas, simplemente, no son. Y lo cierto es
que, quieran lo que quieran esos artistas míos –queridos, imprescindibles como
el pan- la mayor parte de ellos se mueven en el misérrimo ambiente de los
garitillos y las chozas, en ese comunal y voluntarioso esfuerzo de los
apasionados que a menudo se disuelve rápido en su propia salsa snob. Así que no
es que yo quiera hablar necesariamente de entes que sobreviven bajo tierra,
fuera del radar, en condiciones a menudo insalubres, sino al revés: quiero
hablar de determinados entes que aportan talento y luz, y sucede que habitan,
en gran parte, allí.
Algunos son capaces, con trabajo pero por circunstancias
también sobrevenidas, de sacar el hocico a la superficie durante tiempos más o
menos largos. Pero casi nunca tardan en retornar del espejismo a la gruta de la
indiferencia. No es mal sitio, en realidad, para ejercer un trabajo a la
contra, porque mientras no mueres, mantienes la furia –donde hay discordia y
opresión hay furia o, como decía Bob Marley, “a hungry mob is an angry mob”-. Pero es muy mal sitio para establecer una vida
cotidiana que todos necesitamos. Los spaguettis, el papel higiénico, la factura
de la luz, el café, el gato, el tiempo para leer a Ciorán, esas cosas básicas
de la infraburguesía submarina.
Sin embargo, llevo un tiempo pensando también que como
colectivo, los creadores deberíamos empezar a dejar de confundir la crítica con
la queja. A tomar la primera y convertirla, primero, en autocrítica. Una
autocrítica que no ataña sólo a la obra (esa, mal que bien, la ejercemos), sino
que abarque el conjunto de la carrera e incluso de la vida. Una que analice nuestra capacidad para la
gestión y para el negocio, nuestra ambición y nuestra capacidad de sacrificio
real. De sacrificio, no de inmolación. Las inmolaciones, gratuitas, nos dejan buen
sabor de boca porque reafirman un malditismo heroico en el que sólo nosotros,
pobres patanes, creemos ya. Los sacrificios no, los sacrificios son a cambio de
algo. Y si no obtenemos ese algo, devienen en simple resbalón. Pisas mal, te
abres la cabeza, eso es todo. Sonríe, imbecil.
Así, es mi impresión que las dos carencias esenciales de la
música realmente independiente no vienen de los sospechosos habituales en los que nos escudamos: ni de la prensa (sicaria, pero a menudo relativamente competente, y al cabo maleable si se la trata con inteligencia), ni de la
industria y sus tejemanejes eternos, ni de la cueva de ladrones que gestiona
los derechos de los pocos que los tienen, ni de ese cambio de paradigma
tecnológico que acaeció hace ya al menos tres lustros y al que nunca hemos
sabido adaptarnos, como si en lugar de hombres del siglo XXI fuéramos la
abuelita Paz. Es decir, no vienen de fuera de la gruta en que vivimos, porque ni siquiera
hemos conseguido salir de ella aún, o no hemos querido. Vienen, muy al
contrario, de dentro de esa gruta. Vienen de la inexistencia de público, es
decir de nuestra incapacidad para ampliar esa espacio y conseguir nuevos vecinos
de tribu. Y vienen de la desidia congénita de las propias bandas y de su
negativa a trabajar de verdad, es decir, de nuestra vagancia, justificada o no (podría ser una virtud, ¿quién lo duda?).
Todos hemos ido a ver alguna vez a ese grupo americano joven
y prometedor que pasa por primera vez por la ciudad. Y todos hemos vuelto a
menudo con una sonrisa a medias. “Estaban bien, pero les faltaba algo aún, no
sé. Eso también lo hago yo”. Y todos hemos vuelto a verlos el año siguiente y
hemos salido aplanados por la apisonadora, con cara de gilipollas. “Coño, eso
no lo hago yo. ¿Qué ha pasado?”. Ha pasado que esos tipos han hecho en un año
más conciertos que tú en diez, o quizá en toda tu vida. Y son exactamente como tú, gente normal. Han ensayado como
psicópatas, han cogido todos y cada uno de los bolos que se le ponían a tiro,
han salido de su pueblo primero, luego de su estado y finalmente de su país, han grabado, han promocionado y se han comido el trozo de mundo que se les ofrecía con voracidad. Y en ningún momento les ha parecido que estuvieran haciendo algo extraño. Era lo
lógico: tocar, girar, conocer, explorar, viajar, vivir.
Sin duda hay bandas en este país que hacen lo mismo, pero en
porcentaje, son poquísimas. Las explicaciones que los músicos te darán para no
coger carretera, para no sacrificarse, para no entregarse al 200 por cien, son
tan variadas como quieras, e irán desde las mascotas hasta el cocido de los
sábados o ese curro de mierda esclavista que al parecer consideran una suerte. Somos
una cultura, es cierto, católica, familiar y carente de una ética del trabajo dominante, esa es otra buena razón, muy cierta, para no mover el culo. El caso es que todas y cada una de esas excusas son válidas si uno quiere
tener una banda de domingueros. Yo no tengo nada contra las bandas de
domingueros, con una sola condición: que no me vengan después a hacerse los
artistas frustrados y a contar que la culpa es de que está todo muy jodido y del sistema opresor. No,
la culpa es tuya, cabrón. Ten al menos la decencia de ser un dominguero de
verdad, sé feliz con ello, asúmelo, decláralo. Di: "no busco nada, no quiero
nada, toco como quien juega al parchís y no muevo un dedo de más porque lo
primero es mi comodidad". Y estemos en paz. Y, por favor, no envidies
malsanamente a esa banda joven (o no), con ganas, que lo da todo, que pilla
furgo y sale a rular y que además de dar cera de la buena y tener canciones,
pongamos, consigue buenas críticas. ¿Te zumba la mosca detrás de la oreja? ¿Se
te llevan los demonios? ¿Te duele ahora leer tu colección de biografías de Hank
Williams? Jódete. Haberlo hecho tú.
Y luego está el tema del público: no hay público. Parecería
que ahí le estoy dando la razón a los quejosos de los que hablo. No es así.
Efectivamente, si empezamos a eliminar (desde “dentro”) a los coleccionistas en
pantuflas que están en su casa recibiendo por correo cajas deluxe de bandas
oscuras de hace treinta años, a los festivaleros de turno que se tragan una
rueda de molino droneada y dicen que es crema, a los que siempre están pero
nunca aparecen, a los que aparecen pero sólo por no quedar mal, a los amantes
de las bandas de versiones, a los siervos de su propia nostalgia y a la enorme
masa que no es capaz de distinguir entre Bumbury y Bob Dylan, el público
objetivo para una banda subterránea es realmente reducido en España. Aquí hace
tiempo que el Rock&Roll “general”, con la colaboración de los músicos, ha
pasado de fuerza motriz a aditamento para bautizos, despedidas de soltero,
carnavales y otras patochadas institucionales. Pero es que España no es el territorio.
No creo que nadie de Tucson (Arizona) haya pensado: “vaya, sólo hay veinte
interesados en mi música en Tucson, no hay solución”. Quitando ya a los dignos señores que lo que
desean es dar un bolo cada tres meses para los coleguis, para una banda de verdad de aquí, el territorio natural
debería ser, al menos, Europa. Pero claro, para eso primero hay que salir de la
provincia y que esa excursión no te parezca la conquista de Mexico.
Decía Fernando Alfaro en ese libro que acabo de escribir que
a menudo, aunque parezca materialista, tu evolución como músico depende de los
instrumentos que vas teniendo. A menudo, también, los “instrumentos” que vas
teniendo son la medida de tu voluntad de evolución. Le decía a alguien el otro
día que la entidad material que define a cualquier banda seria es la furgoneta:
sin una furgo propia, en el fondo, no hay banda. Mi grupo, por ejemplo, no tiene una furgo (tampoco
la mayoría de los que conozco en mi entorno), así pues, nunca será un grupo de
verdad. Será un divertimento, una bagatela, un ejercicio de estilo, un
coleccionismo como el del viejo que monta maquetas de barcos y nunca ha estado
en el mar, o un juguetito, como el del niño que en la mañana de Reyes esgrime su espada de
palo y finge un rato que es Atila. Sólo que el niño tiene 30 o 40 años. Una pachanga,
en definitiva, con sus momentos gloriosos, quizá, y divertidos, quien lo duda, y
con sus canciones cojonudas. Pero no más que una pachanga, muy lejos de su
potencial real. O muy lejos, al menos, de comprobar si ese potencial existía o
no. Por lo menos, algo es algo, no vamos de incomprendidos y nos limitamos a
ser ignorados en paz, como merecemos.
¿Quién tiene razón en todo esto, al final? ¿El amateur inevitable o
el idiota que quiere ir más allá? Creo que ambos tienen su razón y que el
problema es la existencia de una trenza que quizá no debiera existir. Mezclados, la cosa termina
siempre en un quiero y no puedo convulso que hace que las bandas, incluso las
más prometedoras, no duren. Ambos, en todo caso, son profetas amateur. Uno
profetiza que ir más allá de lo lúdico sería una molestia y un desastre. El
otro que existe luz al final del túnel, y que allí hay un mundo mejor. Probablemente, para cerrar toda esta cadena de paradojas, ambos se equivoquen. Y sin embargo, tengo
que estar con el segundo, con el idiota. Porque, en este momento de mi vida, yo
soy el idiota. También fui el otro, más de una vez.
Por otro lado –se me ocurre mientras escribo esto- siempre
he pensado que la multiplicación del trabajo es muy bonita si quieres pensar
que eres John Zorn, pero que, básicamente, tocar la batería (por ejemplo) en
cinco bandas es condenar a las cinco a la nada. Soy más de grupo eterno; de ese
nucleo parafamiliar que pervive, crece, enraíza, resiste y 50 años después
sigue ahí, dando guerra, más violento que nunca. Siempre quise que una banda
fuese una familia alternativa, creía sinceramente que esa era su esencia. Lo
conseguí alguna vez, creo, pero no preví lo obvio: que las familias reales distan
siempre mucho de las ideales, para bien y para mal.
En el fondo, todo se reduce a mi incapacidad para divertirme
si no me tomo las cosas en serio. Otros funcionan exactamente al revés, es la
seriedad lo que los aburre y los frustra.
Por supuesto no es solamente en el mundo de las pequeñas bandas
de bareto donde se da la queja gratuita de modo sistemático. El pequeño
comercio español es otro buen ejemplo de una jauría de incapaces parapetados en
un discurso anticapitalista que les viene al pelo. Pero esa es otra historia.
Mientras escribo esto me llama mi editor por teléfono y me
dice, amigablemente, que le he engañado como a un chino con mi nuevo libro, porque
aunque arranco hablando de algunos letristas más o menos conocidos enseguida
derivo hacia esa gente oculta que tanto me gusta. No engaño a nadie, en
realidad: me limito a hablar de lo que veo e intento otear más allá de los
sucesivos velos de las publis, los festivales y las prensas. Eso es todo. O
quizá, sí. Quizá me engaño a mí mismo: ese libro no deja de ser una loa al
espíritu de resistencia de los músicos españoles más afilados y menos
conocidos, pero no sé si ellos se están haciendo justicia a sí mismos. Según
corrijo pruebas me llegan noticias de que bandas, discográficas e incluso bares
de los que hablo allí, deciden capitular y echar el cierre. El frente que
defiendo se me deshace entre las manos.
Ambición, trabajo y territorio, ¿a quién le importan? Debe
haber cosas más hermosas por ahí, me digo, cosas que yo no entiendo bien aún. Y
será mejor callarse. Así pues, he amputado estas consideraciones del citado libro, casi
por completo, para no agriarme a mí mismo una copa que tendré que beber
demasiadas veces a partir de hoy.
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