Podemos entender la vida como una sístole y una diástole, me
digo. Una y una. La sístole es un proceso de posesión y apropiación del mundo,
sus cosas y sus símbolos. La diástole, que necesita un momento de luz que la
desencadene, es, por el contrario, un proceso de necesaria y voluntaria desposesión
(contra la resistencia, a veces enconada, del viejo yo, en un extraño choque de
mareas).
No conozco ningún sabio –según esa imagen algo clásica del sabio apartado
del mundo- que siga predicando la posesión al final de sus días. Sin embargo
hay sabios más mundanos, a los que quizá deberíamos llamar hombres sensatos
integrados, y estos a menudo nunca han entrado en el proceso de diástole, o lo
han tomado, qué remedio, al final de sus días, como una mera abdicación que hay
que programar con testamentos y otras lacras.
Se me ocurre todo esto mientras en la tasca de mi pueblo
portugués, rodeado de parroquianos, tomo el menú diario de sopa y macarrones
con carne y, ya con el café, releo los diarios de Torga, ese médico de origen
campesino, que siempre vivió en la tensión entre ambos polos, en la tierra de
nadie, larga, que queda entre los citados parroquianos, entregados a su rueda
eterna de trabajos y soles, y el “arte” con supuestas mayúsculas. “En días como
este (y también en los otros)”, escribió él en sus “Diarios” de 1942, “lo que
me apetecía era acabar de una vez por todas con la literatura, y marcharme a S.
Martinho a cavar. Pero después empiezo a pensar que seguramente, en medio de la
labor, mi destino de poeta me haría levantar los ojos del sembrado, contemplar
el cielo o mi propia alma y escribir a continuación un poema en la pala de la
azada”.
En todo caso, la sabiduría del campesino se enfoca hacia la
permanencia de la especie, al mañana. Parte de la seguridad de la muerte, que
conoce mejor que nadie, pero también de la esperanza, algo infantil, o animal,
enunciada un poco por lo bajo, de una supervivencia del hombre. Los campesinos
tienen a menudo un punto trágico y metafísico no aparente para el ojo turístico,
y responden a él con una solución standard que lleva siglos valiéndoles: en lo
personal, se resignan a la desaparición, pero luchan por una especie en la que
delegan su identidad, consignada en la familia como núcleo de conocimiento y en
las posesiones como base de supervivencia.
El pensador, más a menudo (de todo hay), se enfoca a lo
eterno: para él todo es nada. Y eso provoca un problema de protocolo. Gran
parte de su proceso consiste en una adecuación a esa nada, en vestirse
adecuadamente para esa fiesta. Hay un algo inevitablemente estético -acaso
ritual, pues toda estética lo es en parte- en el nihilismo lúcido y estéril. Ante
la imposibilidad mental de delegar como hace el campesino, la vida se resume en
el gesto –tentativamente espléndido- de vestirse adecuadamente para la
ejecución y acudir después a ella sin darle demasiada importancia.
Así pues, en la tasca, mientras todos comemos los macarrones
con carne, y aunque ellos gruñan el blues de la supervivencia inconsciente y yo
el de las fiestas de ceniza, de algún modo somos hermanos. Nos une una misma
preocupación, que no nos impide tomar el café con gusto, gracias a Dios, en el
que ninguno de nosotros creemos.
Bueno, lo leeré otra vez con menos cansancio mañana. De momento lo único que me sugiere es la imagen de la yunta de bueyes en la playa, tirando de la barca de pescadores para dejarla definitivamente varada en la arena. Hasta el día siguiente.
ResponderEliminarSaludos,
JdG