VUELVA USTED MAÑANA

VUELVA USTED MAÑANA
Luis Boullosa (Madrid, 1975) es escritor, periodista y músico. Ha colaborado con medios diversos como Ruta 66, El Confidencial, eldiario.es o Fiat Lux, y dirige la revista musical Karate Press. Es autor de los ensayos culturales "El puño y la letra" (2013) y "Santos y francotiradores" (2016), ambos publicados por 66RPM Edicions, en los que analiza la relación entre literatura y música en el mundo anglosajón y español. Contacto: luisboullosam@gmail.com. Twitter: @LuisBoullosa Foto: Alberto R. Roldán.

sábado, 9 de agosto de 2014

Aproximaciones al dandi (I) – Sendas de huida



Entramos en el arte huyendo de la fealdad que nos rodea. La creación es un “no” inevitable que en principio es defensivo y con el tiempo se disfruta y se ejerce; y es un “no” escupido en la cara de un entorno que, de inicio, se nos hace insoportable por su fealdad: no queremos ser como vosotros.

Yo recuerdo sentir eso desde muy niño, e ignoro que parte de ello me fue dada al nacer y que parte fue heredada o impuesta por mi entorno familiar y social y mis propias peripecias. Lo cierto es que no tengo en la memoria una época en la que el mundo que se me ofrecía e imponía me pareciese especialmente tolerable. Interesante, quizá, pero no tolerable no.

Los casos particulares importan poco, pues cada uno tendrá sus raíces, y no todas serán iguales, pero el hecho del descontento sí importa. Si no encajas y tampoco te dejan encajar, las dos opciones que quedan son inclinar la cabeza o pensar que, de algún modo, estás por encima del olor a vómito de las costumbres y del punzante gris ambiente.

La salida natural de ese atolladero, en la que algunos entramos como los toros en el chiquero que lleva a la escabechina, son el arte y la creación, de cualquier tipo. Se empieza poco a poco, claro. Hay que hacer un camino extraño, que cada vez te separa más de la gente y que se interna en parajes donde otros niños perdidos -con los que al menos tienes en común esa pérdida- apacientan su propia soledad como pueden. Sin tener en cuenta las emboscadas y los males, yo tendría que apuntar una larga lista de epifanías de baja intensidad que me condujeron como miguitas de pan brillantes hasta donde estoy hoy: en el lejano pasado estarían los libros de arte antiguo, cuyas mártires en láminas a todo color fueron mi primer atisbo de la sexualidad, las novelas baratas del oeste de J. Mallorquí, los fragmentos de Shakespeare memorizados que mi padre repetía de cuando en cuando, el primer libro sobre Dylan con fotos que ojeé, las revistas porno encontradas en el fondo de un armario, Larry Bird, Henry Miller y Long John, por citar lo primero que se me viene a la mente. Sería un panteón extraño donde la capilla sixtina compartiría estante mental con el primer ruta 66 que me compré. Todo ello, por pobre que fuese, ardía con una cautivadora llama en blanco y negro al contrastarlo con lo que constituía la norma. El Rock&Roll, en concreto, me llegó como un absoluto fogonazo que barrió para siempre cualquier atisbo de normalidad.

¡Ah, fue una suerte! Porque la normalidad es la mayor anormalidad que conozco. Un proceso de amputación demasiado doloroso incluso cuando no se experimenta en carne propia, sino sólo como espectador.

Porque la normalidad es una ley del hombre, y como todas las leyes del hombre, ha sido impuesta en contra de su naturaleza.

Fiebre ética

Vista así, superficialmente, toda esta huida de la que hablamos, esta náusea motriz que llevaba al chaval a leer horas larguísimas, a perderse en ensoñaciones disparatadas y a dibujar cosas raras, tanteando ciegamente una salida, podría parecer una postura estética. Así lo ven aún hoy en día, supongo, quienes me criaron –a mí y a tantos otros-, y por eso han pensado siempre que la fiebre remitiría. Lo cierto, es que, sin dejar de ser canalizada de manera estética, la fiebre es ética, y que aquello que nos repele de manera instintiva desde pequeños es sólo la cáscara de imaginería que recubre la aberración: No, no queremos vuestros trajes grises, porque no queremos vuestras vidas grises. Están podridas. Eso es lo que sentimos, y no hemos dejado de sentirlo ni un día desde entonces. No os amamos, sino que os odiamos, y odiamos lo que de vosotros hay inevitablemente en el espejo; y vuestras torturas sistemáticas han hecho que podamos ver a través de vuestras máscaras: no se nos hace insoportable el roce social por lo que tiene de torpe ficción, por ejemplo, ya que esa ficción podría incluso justificarse: se nos hace insoportable por lo que hay tras esa ficción.

En ese rechazo estético a la estupidez inevitable de una masa que se declara esclava vocacional, que grita para que le dejen vestir el saco de la cárcel, el arte es gemela del dandismo. No sé si lo es tanto en su horror, ético, al mal consustancial a la especie humana, contra el que el arte lucha pero que quizá el dandismo acepte, por su terminal belleza fecal, con una resabiada mueca de cínica indiferencia: “yo ya lo sabía”.

En segundo lugar –como ya expresé en algún post anterior y en mi libro “El puño y la letra”-, toda alma sensible que vive en ese desacuerdo y ese desagrado consustancial con su entorno -y cuyo trabajo esencial durante muchos años es resistirse a él y no ser infeliz en la pelea-  es tentada de manera sistemática por el ascetismo o por la lucha armada. Son las dos vías aparentemente naturales para enfrentar a la corriente de la nefasta normalidad cuando esta se hace tan fuerte que amenaza con arrastrarnos y estrellarnos contra el acantilado del tedio y la fealdad más absolutos, es decir, de la muerte en vida.

En este sentido también el artista y el dandi son parecidos, ambos saben de ese tedio, como quien lo hubiese experimentado en otra vida anterior. Y sin embargo, pese a la tentación de lo extremo, ni uno ni otro se retiran a una cueva; tampoco hacen saltar por los aires bancos, supermercados o peleles políticos. Eligen, por vocación, lucidez o cobardía, una tercera vía para articular su negación; una vía social -porque ocurre en sociedad, aunque se deteste a esa sociedad-, metafórica e “inventiva”. Una vía, pues, discutible, pero que hace que ese “no” inicial sea convertido en el “sí” por medio de la creación.

Son, en cierto modo, ambos, artista y dandi, ejemplos de que otra vida es posible. De que otras perspectivas son posibles. En el caso del dandi, de que es posible otra “personalidad”. Son, también ambos, pese a ser sociales, un insulto a la sociedad “normal”, que por tanto sólo finge tolerarlos. En el caso del artista, se lo absorbe y se lo integra con bastante éxito, por lo general, con dinero, ignorancia absoluta o halagos. En el caso del dandi se espera a que muera: su propia condición de rara avis, de elemento único, hace que desaparecido él sólo quede una tergiversación chusca de lo que fue. Sociedad pura. Mientras el proceso dura, sin embargo, el hombre “normal” los envidia a los dos con un fuego pálido en el que se mezclan la adoración y el odio más puro.

Elementos diversos, pues, artista y dandi coinciden sin embargo en algo esencial: necesitan un público. Quizá un público al que desdeñar, como hace el dandi, pero público al cabo. Y recordemos que no es raro el público que paga precisamente para ser desdeñado.

Si se quiere, también, puede considerarse al dandi como “el artista de sí mismo”, lo cual es algo cercano a un artista sin fruto, y no está tan lejos del ermitaño del que hablábamos. En todo caso, aparte de la creación de su propia mascarada, raramente un dandi puro crea arte de importancia. Es sencillo: está demasiado preocupado del efecto. Está demasiado ocupado en demostrar que él ES para luego poder poner cara de que no le importa.

Por ejemplo, cuentos muy hermosos como “El niño estrella”, de Wilde, que siempre me gustó, carecen sin embargo de grandeza última. Su perfecto final es su condena. ¿Por qué? Porque casi antes de terminar de paladear su perfección uno puede imaginarse a Wilde relamiéndose al paladear a su vez nuestro gesto, a través de unos cuantos años de tumba. El arte no es el efecto: se sirve de él, pero no lo pone en un trono. La posible grandeza de Wilde es empañada por su dandismo, que al cabo, siempre es un “intento”. Wilde, en el fondo, democratiza al dandi y empieza a terminar con él, aunque eso es otro artículo.

Cerveza y riñones crudos

Pero ¿qué es un dandi, en realidad? ¿Alguien lo sabe con exactitud?
Está la vieja respuesta del juez sobre la naturaleza de obscenidad: “Sé reconocerla cuando la veo”. Pero lo cierto es que es pregunta abierta. Ojeaba hoy un libro sencillo pero recomendable como introducción al problema, de Giuseppe Scaraffia, que da fé de la complejidad de una cuestión que nunca ha sido del todo respondida.

Recuerdo una conversación, hace al menos diez años, quizá quince, en un bar cualquiera de la mezquina zona de Moncloa, en Madrid. Sentados a la mesa trasegando cerveza, mi amigo Daniel, Leopold Iguazú y yo discutíamos sobre esa pregunta, exactamente. Leopold Iguazú debía su nombre a su devoción por Joyce o por los riñones crudos, o por ambos, ya no recuerdo, y a una camiseta que vestía habitualmente y que retrataba en rosas, amarillos y espeluznantes rótulos las cataratas de Iguazú. 

En aquella época las disputas entre amigos sobre nimiedades de este porte parecían peleas a muerte, aunque casi siempre sobrellevadas con humor; no fue así esta vez: en algún punto, convencido de que estábamos sugiriendo veladamente que él ni era ni podría ser nunca un dandi, cosa que era cierta, Leopold se levantó sin decir palabra y, muy indignado, se largó del bar. Tuvo que volver media hora después, con las orejas gachas, a recoger la chaqueta que había dejado atrás, una prenda en efecto olvidable de tonos verde oliva y forro de borrego. Nosotros queríamos a Leopold Iguazú, y aún lo queremos, pero quien más quien menos sabe que un dandi nunca se exaltaría por semejante estupidez, ni olvidaría jamás su chaqueta. Y si sucediera, no se molestaría en volver a por ella.

Para el caso, tampoco nosotros hemos sido dandis en la puta vida. Nos basta con lo que quiera que seamos, es de suponer.

Aventuremos una hipótesis: un dandi es alguien que no sólo desea sino que consigue ser diferente a todos los demás y al tiempo atractivo para todos los demás. Una vez superior, reconocido y no comprometido más que consigo mismo, un dandi es también quien no da la menor importancia a la adoración de la que es objeto. Muy al contrario, la desdeña y la evita. Un príncipe de sí mismo; un exhibicionista, digamos, de tendencias privadas, si tal cosa puede darse. Como dijimos, el retiro espiritual lo tienta, y la acción armada destructora y romántica también, pero no cede a ninguna de esas pasiones, y quizá eso sea lo que le concede ese agrio deje de desdén, esa bella sombra de sonrisa esofágica, que nunca le he envidiado.

Contraluz y anfetaminas

¿Hay dandis en el mundo del Rock&Roll? Como en tantas cosas, creo que el Dylan “ácido” ejerció de conexión entre ambos mundos y fue ambas cosas: un dandi eléctrico de contraluz y anfetaminas que aunaba al artista y al diletante; gatuno maestro de esa “poética de la distancia” de la que habla Scaraffia, afilado como una navaja de afeitar. Antes, nadie se lo había planteado en el mundo del pop. Jugaban a lo sumo, con el concepto de dandi que tienen las señoras burguesas, o sea, alguien educado que viste “bien” y sabe hilar dos frases. Después, sin embargo, la fórmula se ha intentado una y otra vez con variaciones. Quizá la veta más exitosa fue la caballuna saga Richards-Thunders-Sudden (y adláteres), que en su decadentismo romántico y pirata apelaba a una versión del dandismo más cercana a la bonhomía de Stevenson que a la luciferina tos de Baudelaire. 

Pero, como en muchas otras cosas del Rock&Roll, aquí es tan importante el que intenta como el que consigue. Incluso, a veces, es más importante el que fracasa: el Rock&Roll es proletario en origen, y por tanto recrea cosas que nunca ha visto según cree que son. Cuando pasa a ser de clase media, los iconos ya han sido esculpidos en toda su disparatada imaginería. El Rock&Roll es, parcialmente, un mundo fundado por niños que juegan a juegos de mayores imitando reglas que desconocen: es su salvaje y vocacional inexactitud lo que lo engrandece. Willy De Ville, pongamos por ejemplo, es un dandi del Rock&Roll, aunque esté tan lejos del dandismo original, en el fondo, como una puta de diez pavos. Da igual. Por lo menos no se pudrió en la fábrica, y en su chabola es un rey: si las normas no han sido dictadas y hemos de crearlas de nuevo, podemos construir como queramos, guiándonos por signos medio borrados, ensoñaciones, fotografías y deseos. Eso es una grandeza, creo. El Rock&Roll ha sabido escapar de esa fealdad que odiamos si no con inteligencia, al menos con un ímpetu soberbio, cargando contra los cañones y obteniendo hermosas victorias pírricas.

Se puede tomar o no como ejemplo de algo.

Ustedes sabrán.

Pero volvamos a la cueva, para terminar, ya que decíamos que ni el dandi ni el artista están lejos del ermitaño. Dice Scaraffia del primero que es “una especie de irónico santo, un eremita mundano, un mártir de lujo”. No es desdeñable que, en uno de los finales posible, la sublimación de todo el sinsentido sean un artista o un dandi que hayan conseguido finalmente prescindir del público. O bien que ejerzan el arte y el dandismo a través del terror.


De los dos ha habido, me soplan por ahí. ¿Quiénes fueron? ¿Era San Francisco de Asís un dandi entre los lobos y los pájaros que eran sus conciudadanos? ¿Era Saint Just un santo o un artista, quizá?


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