VUELVA USTED MAÑANA

VUELVA USTED MAÑANA
Luis Boullosa (Madrid, 1975) es escritor, periodista y músico. Ha colaborado con medios diversos como Ruta 66, El Confidencial, eldiario.es o Fiat Lux, y dirige la revista musical Karate Press. Es autor de los ensayos culturales "El puño y la letra" (2013) y "Santos y francotiradores" (2016), ambos publicados por 66RPM Edicions, en los que analiza la relación entre literatura y música en el mundo anglosajón y español. Contacto: luisboullosam@gmail.com. Twitter: @LuisBoullosa Foto: Alberto R. Roldán.

viernes, 8 de agosto de 2014

El cocinero de a bordo (I) – Éxito y fracaso de Tusitala



Le debo una a mi padre y otra al cocinero de a bordo. Al primero por empujarme suavemente hacia la lectura en un tiempo que ya casi no recuerdo, al otro por llevarme de la mano en mi primer viaje a través del océano, ese que arrancaba en el acantilado frente a la posada del Almirante Benbow, proseguía dentro en un tonel de manzanas y terminaba en una isla selvática donde había un loco sagrado y un tesoro. El primer viaje iniciático. Le debo una, sí, a ese tipo curtido, amancebado con una negra y con un loro al hombro –el cocinero, no mi padre- y que regentaba por entonces en Bristol la taberna del Catalejo; a ese John Silver “el largo” que, con el natural confundirse las cosas -con los años, que hacen la praxis casi mágica- ha pasado a ser para mí igual de real que muchos idiotas y muchos buenos tipos a los que cada día puedo tocar.

Hablaba de él y de otras muchas cosas, hace poco, en un post que me pidieron para el blog de la Anglogalician Cup (que en sí mismo es un experimento literario, sobre todo por sus manadas de psicotrópicos comentarios). Pueden leer allí mi aproximación, poética y vaga, que se apoya, sin embargo, en un recuerdo del origen de las cosas que surge nítido como un cuchillo: estoy en la cocina de mi casa, en algún año remoto, y alguien me tiene en las rodillas y me lee, precisamente, “la Isla del Tesoro”.

Si alguna vez deciden regalarle periódicamente libros a un niño –un ahijado, por ejemplo- para que lentamente se construya una biblioteca básica que pueda no leer cuando tenga capacidad para ello, recomiendo que el primero sea, precisamente, la obra maestra de Stevenson. Lo he leído a los ocho, a los doce y a los treinta con igual asombro; me ha acompañado a lo largo de la vida de manera tan tranquila como penetrante. Lo he releído una y otra vez con ojos nuevos (o más viejos, según se vea, renovados sería quizá la palabra), siempre con el mismo placer acrecentado, y he visto en él cosas muy alejadas de la simple novelita “para muchachos” por la que pasó durante tanto tiempo, acaso para suerte nuestra. Si esa intención de simple entretenimiento juvenil -que Stevenson declara en algún texto suyo- fuera cierta, estaríamos ante un caso monumental de libro que se eleva cientos de pies sobre su autor. Concedamos, como mucho, lo obvio: que cierta parte de magia, de arquetipo, de tradición inconsciente, pude haber en toda obra de genio. Quizá incluso es necesaria.

En la colección de los ensayos del escocés “Memoria para el Olvido” (Siruela) -otro libro profundamente regalable- se puede encontrar esa miniatura deliciosa que es “Mi primer libro: La Isla del tesoro”, en la que el autor cuenta cómo compuso la historia del cocinero de la Hispaniola para su hijastro, a partir de un mapa pintado con colores, con la ayuda de una familia, la suya, que debió ser inusitadamente comprensiva, y no sin una crisis importante a medio trabajo. El texto es sencillamente asombroso en su romanticismo de viejo recortable y su sinceridad, y ofrece una cálida visión del interior del proceso creativo de un novelista novato, aunque tiene momentos de pragmática y desarmante claridad. “Cualquiera puede escribir un cuento –uno malo, me refiero-”, dice Stevenson, “si tiene dedicación y papel y tiempo suficiente; pero no todo el mundo puede aspirar a escribir siquiera una mala novela. Es la extensión lo que resulta letal”.

Desmontando al largo

No soluciona ese ensayo, sin embargo, determinadas cosas -aunque orbita sobre ellas-; una, quizá la principal, es el misterio de la creación de un personaje tan radicalmente “real”, influyente y único como el de Long John Silver. Miles de grandes autores a través de los tiempos se han dejado las pestañas y la materia gris intentando hacer lo que Stevenson hace con su personaje principal (porque “el largo” es el personaje principal, como delata que el título de trabajo de la obra fuese “The sea-cook”): crear una persona que salta literalmente de la página para entrar en la vida del lector, fundiendo la barrera -esa sí ficticia, en cierto modo- que separa al libro de quien lo lee, y acabando, de paso, con un maniqueísmo histórico obsoleto: ese personaje confundía para siempre los papeles, clavando en nosotros la duda terrible y gozosa: ¿Y si los buenos no son los buenos en realidad? ¿Y si no era tan simple? Ese personaje borraba la diferencia entre la literatura y la vida real.

Stevenson consideraba -una teoría que esboza en ese mismo ensayo y en otros- que la creación de un personaje exigía una “poda”, una especie de síntesis que lo redujese a los rasgos esenciales e imprescindibles. Se ve cuando afirma que para el pirata uso como modelo a un amigo: “lo despojé de sus mejores cualidades y de lo más elevado de su carácter y dejé sólo su fuerza, su valentía, su rapidez y su magnífica simpatía”. En otras palabras, la idea es que debe dejarse hueco para que, sobre vigas maestras, el lector complete al personaje y cree, por tanto, SU PROPIO personaje. A menudo me he preguntado por qué ninguna de las representaciones pictóricas que he visto de John Silver “el largo” me ha llegado a gustar, por qué ninguna de las láminas de las abundantes ediciones ilustradas terminaba de cuajar en mi visión. La respuesta está precisamente en esa inteligente manera de construir el personaje de Stevenson: es hasta tal punto “colaborativa”, exige hasta tal punto que el lector edifique su imagen personal del pirata -en la que inevitablemente se volcará parcialmente a sí mismo y pondrá parcialmente una imagen preexistente, social o arquetípica-, que cualquier otra plasmación que no sea la propia termina por parecernos una traición. La pintura deja poco espacio para la evocación. El pintor plasma, en el mejor de los casos, a su antihéroe particular, no al de uno. Stevenson, dándonos libertad, plasmó al de todos.

Dos por uno

Lo más curioso, en cierto modo es que después de semejante exhibición, el fracaso estaba de nuevo a la vuelta de la esquina. Y digo de nuevo porque la carrera de Stevenson está llena de fracasos y libros incompletos. “El extraño caso del Doctor Jekyll y Mr. Hyde” es quizá su novela más célebre tras “La Isla del Tesoro” -compitiendo con la maravillosa “La flecha negra”-. Pero si en la historia de Silver la complejidad de la personalidad humana era solucionada con magistral naturalidad, en “Dr. Jeckyll” sucede exactamente lo contrario: donde hubo por un instante vida volvemos a encontrar cartón piedra. No se me malentienda, evitando comparaciones todavía me resulta un libro muy disfrutable, pero en el fondo es como si Miguel Ángel, después de pintar la Sixtina, le viniese a vender a uno unos aguafuertes muy decentitos con escenas de la biblia a dos duros el ejemplar: no vale. Y “Dr. Jekyll…” fracasa exactamente en el punto donde la Isla del Tesoro gana la partida: en la encarnación de un personaje complejo que respire, en el soplo de vida (o la palabra) que hace que el golem deje de ser sólo un muñeco. 

Y fracasa, probablemente, porque en su preocupación profunda por la multitud de hombres que son el hombre, Stevenson desciende trabajosamente a la teoría en lugar de navegar en la aventura, porque quiere ser cirujano, pero disecciona de modo forzado y artificial, y termina chapoteando en la sangre de un personaje muerto con un enredo toscamente científico y maniqueo. Para explicar todo eso –o quizá habría que decir para entenderlo-, para mostrar como nuestra capacidad para el amor y para el horror van de la mano, no le hubiera hecho falta mucho más que mirar atrás unos años, hacia su propia obra. Claro que sospecho que esta vez el intento no era retratar, sino encontrar un porqué.

Sin embargo, y eso es importante, en su fracaso, en su necesidad de partir en dos al personaje para tratar de explicar al hombre con mayúsculas, predice ya a todos sus imitadores. En efecto, el influjo de Long John Silver -un personaje compacto aunque dual, integrado, vivo, complejo, definido por sus actos, que alude a todo el que lo lee- permanecerá en el arte posterior de manera marcadísima aunque rebajada: casi todos los “malos” del cine universal tienen algo de él, sin ir muy lejos, algo de esa simpatía contagiosa y ambigua ajena a los estereotipos, rebosante de energía. Aun así, cuando se intenta en serio y no se reduce a caricatura, casi siempre se necesitan dos personajes para tratar de remedarlo (Pat Garret y Billy el Niño en el glorioso film de Sam Peckimpah son un buen ejemplo). Y esa es su magia. Una magia tal que ni quien la creó fue capaz de repetir. Una magia premonitoria del siglo XX, el que mejor ha demostrado con pruebas fehacientes que los monstruos son humanos, que el destripador puede ser un amante esposo, que la depravación linda a menudo, lo queramos o no, con lo sublime, no porque se parezca a ello, sino porque no se distingue del todo ni se puede separar lo uno de lo otro. No hay pócimas que valgan, parece, mi querido doctorcito.

Una indagación sobre la audacia

Dice alguien, en uno de los muchos comentarios interesantes a mi post en la Anglogalician, que considera “La Isla del Tesoro” como “una indagación sobre la audacia”. No le falta razón.

Para empezar, Long John Silver es el icono tardorromántico perfecto: crepuscular héroe –un pirata mutilado y oculto, un traidor a unos y a otros- que coge el último barco posible hacia una época (¿la juventud?) que en realidad ya ha dejado de existir. Long John Silver es la aventura por el gozo y la necesidad mismos de la aventura y, al tiempo, el drama de la última oportunidad, de la cabalgada final. De hecho, lo diferencia de la cuadrilla de facinerosos que comanda, un hecho esencial: no hace lo que hace por sobrevivir, ya que no es pobre; tiene una taberna, vive bien: arriesga su vida, pues, por una demanda de orden bien distinto, de orden espiritual; la arriesga por el deseo y la curiosidad, quizá, que son los que, dice Stevenson “hacen hermosas a las mujeres o interesantes a los fósiles”; un deseo y una curiosidad sublimados en un irrefrenable amor por la aventura y un encubierto deseo de morir de pie. Una indomable nostalgia de la acción.

Para continuar, hay una escena clave en la novela que dibuja magistralmente y sin explicaciones innecesarias toda la simetría de poder que sostiene el libro. Es aquella en la que  Long John Silver –un elemento al que no le importa matar a quien sea con tal de seguir vivo y campante- defiende de pronto a Jim Hawkins frente a los piratas, arriesgando su puesto dominante entre ellos y su propia vida. ¿Por qué lo hace? La primera vez que lo leí no me lo pregunté, la segunda sí, pero sólo lo entendí de una forma oscura e instintiva, como suele pasar con los símbolos. No fue hasta la cuarta o quinta que me di una respuesta que me pareció satisfactoria. Es esta: Long John Silver está defendiendo a su hijo.

Si se sigue la evolución de Jim Hawkins, a través de la novela, se descubre que lo que parecía un simple personaje-conductor clásico goza de algunas características anómalas. La más significativa, posiblemente, sea que su carácter –pese a su buena voluntad- le hace desobedecer sistemáticamente las órdenes. Casi todo el libro avanza gracias a esa característica radicalmente individualista de un chaval que, en medio de un mundo de normas estrictas, se precipita de cabeza a lo no pautado, directo a la oscuridad (o al fulgor) de lo no conocido. Es más parecido en esto, mucho más, a los piratas que a los hombres de ley, o al menos al pirata que nos ocupa. Es, de hecho, el suyo, el mismo temperamento de Silver pero volcado en una carne joven que lucha en bando opuesto. Y Silver reconoce eso en Jim: reconoce a un hijo espiritual, reconoce la rarísima ocasión de encuentro con un igual, en este caso aún cachorro. Y un padre siempre defiende a su hijo, aún a costa de su vida, al menos un buen padre.

La isla del Tesoro es pues, entre otras cosas, un libro sobre la paternidad espiritual, que es una forma especialmente intensa de la afinidad y una de las pocas cosas que pueden unir de manera estrecha a elementos válidos de generaciones lejanas. Entendido esto, se puede considerar, ciertamente, que el elemento espiritual y de carácter que construye esa relación paterno-filial es, como decía, perspicaz, mi anglogallego, la audacia. Hay en esas páginas de Stevenson una reflexión sobre el sentido (poético, vital y práctico) que la audacia pueda tener frente a un mundo “social” que exalta la prudencia, la contención y el decoro de un orden petrificado. Un orden petrificado  que –paradojas- probablemente Stevenson apreciaba también, como buen antañón que era.

En esa reflexión probablemente esté no sólo una de las claves de un libro tan corto como inabarcable, sino también una de las explicaciones más preclaras de porqué nos fascina, en general, la figura del fuera de la ley.

“El hombre que narra es un misterio. Para desentrañarlo, sus lectores recurren a la confesión, la correspondencia privada, las fotos y retratos, el análisis psicológico, el recuerdo de quienes lo frecuentaron, como si conocer al mago les permitiese entender su magia…” dice Alberto Manguel en la introducción del citado volumen de ensayos. Stevenson consiguió el truco más difícil de que el hombre narrado fuera también un misterio, y al tiempo un misterio luminoso. Un misterio iluminador.

Recuerdo, ahora que ya nadie me toma en sus rodillas, al resplandor viejo de esas páginas, que a uno de mis ‘barmen’ de cabecera le llaman también “el Largo”. Quizá es porque mide más de dos metros, o quizá porque cojea un poco y goza de esa simpatía cascada que yo atribuí en su momento al pirata de la taberna del Catalejo. Últimamente cuando me imagino a Silver, se me antoja como él, sólo que al borde de otro mar, este mar hosco y fastuoso de Galicia, donde vivo y donde uno, por no morir de aburrimiento, tiene tantas cosas sobre las que escribir y de las que hablar.


1 comentario:

  1. Que gran noche aquella la de Bristol, Rovers in the City, Velindra no era muda.

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